Toda la problemática relacionada con la salud mental ha experimentado un importante incremento durante los últimos meses, esencialmente derivado de dos fuentes, ambas íntimamente vinculadas a la pandemia. Por una parte, el confinamiento y las restricciones de contacto social han constituido de por sí un factor desencadenante de múltiples trastornos, además de suponer una espuela para su deterioro; por otro lado, las dificultades para acceder a la asistencia y las carencias en cuanto a terapias y tratamientos adecuados han acentuado la gravedad de las afecciones, tanto pretéritas como recientes. En particular, adolescentes y jóvenes están siendo blanco de esta situación lamentable, mientras que ansiedad y depresión son sus manifestaciones más ostensibles. Tampoco las personas adultas se libran, especialmente los mayores, condicionados por achaques y soledad, reducto clásico de alteraciones de conducta, quebranto de capacidad intelectual y confusión mental. En cualquier caso, cuando la dolencia es tratada durante su primera etapa, antes de que arraigue profundamente, el éxito del tratamiento tiene una elevada probabilidad, en tanto que de otra forma las posibilidades de recuperación disminuyen en gran medida. Por ello es tan importante y decisivo que el sistema de salud funcione con agilidad, abriendo esas puertas que las listas de espera se obstinan en mantener cerradas, sin que se pueda achacar culpa alguna a los escasos psicólogos, psiquiatras y personal auxiliar disponible, todos absolutamente desbordados.

Todavía hoy, las enfermedades mentales padecen un estigma que dificulta en grado sumo su terapéutica, pues los propios afectados son ya reacios a reconocer su dolencia y aún más a solicitar una ayuda que también está abocada a un pernicioso retraso en el peldaño inicial, la asistencia primaria.