No sé si es muy común pero si son imágenes que todos hemos visto en este ya largo tiempo de pandemia. Un señor que entra a una cafetería con mascarilla, se sienta en un taburete del mostrador y se la quita dejándola sobre la barra. Dos amigos que se encuentran en la calle, ambos con mascarilla y se saludan amigablemente habiéndosela quitado para el abrazo.

Personas que entran a una oficina con la mascarilla puesta y se la quitan al entrar al despacho donde van a ser atendidos. Grupos de jóvenes en los que las mascarillas forman una sinfonía a modo de orquesta por su lugar de colocación. Qué decir de los interiores de bares y cafeterías en los que los clientes se agrupan en mesas de cuatro personas siendo su número superior y se han olvidado el tapabocas en el bolsillo a pesar de estar a cincuenta centímetros de distancia. Quien no ha celebrado una festividad con familia y amigos en el sótano de un coqueto restaurante donde la ventilación resulta muy complicada. Qué imágenes podemos contemplar cada día de la semana en los partidos de fútbol con los forofos animando a sus equipos a un palmo de distancia, entonando sus cánticos y compartiendo abrazos, sudor y otros fluidos. A quien no le han llamado la atención, por ser respetuoso consigo mismo y con los demás, por gestionar el uso de la mascarilla correctamente en función del lugar donde se encuentra.

Cuantas veces nos hemos cruzado en la calle con un fumador que ha soltado de golpe el humo a nuestro paso y aún llevando mascarilla hemos inhalado su exhalación. Y así se podría extender la letanía a cientos de situaciones que se generan en nuestra vida cotidiana. Todas estas escenas forman parte de los derechos que como ciudadanos podemos ejercer y que deben estar armonizados en un orden superior en el que habría que tener muy claro si priman los derechos individuales que consagra nuestra Constitución o derechos colectivos tan importantes como el derecho a la salud y el derecho a la vida del conjunto de una población amenazada durante casi dos años por una pandemia.

Desgraciadamente también se ha convertido en una escena cotidiana, que aquellos que deben regular estos derechos y armonizar la convivencia en una situación tan grave, no están haciendo uso de su responsabilidad en aras de unir sus fuerzas para luchar contra ese enemigo común que nos acecha. Resulta vergonzoso, que cada sesión parlamentaria se convierta en un espectáculo denigrante donde el insulto y la provocación sustituyen al objetivo prioritario y primordial de proteger a la población contra el covid-19 y sus variantes. El ciudadano de a pie está llegando al límite de la desesperanza porque se están viendo comportamientos muy alejados de lo que debe ser un Parlamento: lugar de encuentro y debate donde, desde el respeto, buscar acuerdos entre las partes comunes de los programas de los partidos, en vez de exacerbar sus diferencias. Las mayorías se conforman en función de los votos de los ciudadanos y los gobiernos salen con toda legitimidad de los apoyos que en el Parlamento se consiguen. No se puede poner en cuestión permanentemente quien ocupa los escaños, son diputados elegidos por el pueblo y enrolados en partidos políticos reconocidos democráticamente. Estos comportamientos llevan a los ciudadanos a la confusión y también a tomar partido cuando en esta ocasión, no ya el adversario sino el enemigo, es común a todos: el virus.

Son tantos los mensajes que se lanzan, los argumentarios de parte que viajan por la redes, muchas veces autenticas fake news, que al final los ciudadanos, hartos ya de tanta contradicción, van a su aire y se generan situaciones como las que estamos viviendo. Resulta del todo descorazonador que un país como el nuestro, que ha alcanzado una de las cotas de vacunación más altas del planeta, que es el primer país de la zona euro que va recibir ayudas de la UE, se vea abocado a esta situación por la irresponsabilidad de nuestra clase política.

El 2 de agosto de 2020, hace casi año y medio, publique en este mismo medio un artículo titulado «Ciudadanos con responsabilidad». En ese momento no había vacunas y la mascarilla, la distancia y el lavado de manos era la única herramienta. A pesar del tiempo transcurrido sigo pensando lo mismo, las vacunas nos protegen individualmente, pero no evitan un contagio que nos convierte en transmisores del virus. Hace falta nuestra responsabilidad, porque sus señorías no se ponen de acuerdo. H