Veinte años después de que el euro supliera a varias divisas europeas, entre ellas la peseta, puede decirse que la nueva moneda ha transitado por todos los estados de euforia y pesimismo lógicos en un experimento insólito, propicio a vivir situaciones inéditas, pero que, en última instancia, ha consolidado mecanismos de cooperación y control imposibles si no se hubiese consumado la unión monetaria. Puede decirse también que el experimento previo del ecu hizo inevitable que a medio plazo viese la luz el euro y, al favor de su existencia, se pusieran en marcha dinámicas de convergencia económica, de gestión de la economía, que cada día son más determinantes en ámbitos como el control del gasto, la configuración de los presupuestos, el sistema bancario, la emisión de deuda y la fiscalidad. Todo ello remite a la existencia del euro y todo es hoy diferente a como lo era hace dos décadas.

La existencia del euro ha dado pie a tres hechos especialmente reseñables: las sucesivas rectificaciones obligadas por diferentes crisis, de las que la más determinante fue la que estalló en 2008 y que llevó a la nueva moneda a una situación límite; las operaciones de rescate que evitaron la quiebra flagrante de varias economías –Grecia, Irlanda, Portugal, Chipre– y complejos bancarios (España), y la creación de fondos europeos financiados con recursos propios de la Unión Europea, de los que el programa Next Generation es el más reciente y ambicioso. Claro que estas mismas crisis dieron lugar a errores y a decisiones poco meditadas, como la imposición a rajatabla de políticas de austeridad que tuvieron un elevado coste social, pero al final se logró evitar la hecatombe que hubiese supuesto llevar contra las cuerdas la solvencia del euro.

Puede decirse que estos 20 años lo han sido en gran medida de aprendizaje forzoso a causa de la falta de precedentes o la lejanía de algunos de ellos –los problemas que siguieron a la creación del dólar–, a la imperiosa necesidad de ensamblar economías con estructuras sustancialmente diferentes y a la obligación de coexistir en el seno de la UE con las monedas de otros socios que, por voluntad propia o por no reunir las condiciones exigidas por el euro, no se han integrado en él. Pero también por el hecho de que un solo banco emisor y una única política monetaria, derivada en gran medida de la establecida por el Bundesbank, ha precisado de disciplina colectiva, con normas nuevas y atajos clausurados, como por ejemplo el recurso a la devaluación que tenían las monedas nacionales para tiempos de crisis.

De tales aprendizajes, con sus aciertos y errores, ha surgido la impresión de que se han solidificado los cimientos del euro, y aún han tenido sus gestores los reflejos necesarios para corregir algunos de los dogmas de los primeros años. Entre ellos, el enfriamiento de las primas de riesgo mediante las compras masivas de deuda y la congelación de facto de la tasa de interés, dos posibilidades que parecían poco menos que indefendibles cuando el Banco Central Europeo echó a andar. Por lo demás, no hay duda de que queda aún un largo trecho por recorrer hasta que la viabilidad del euro deje de ser tema de conversación, pero es al mismo tiempo un hecho cierto que han puesto sordina a sus críticas cuantos pronosticaron una existencia azarosa a la divisa europea frente a la solidez histórica de monedas como el dólar y la libra. Mas parece que el euro se ha hecho con un espacio propio en la economía global.