Las manifestaciones y protestas que se suceden en Kazajistán desde el pasado domingo obedecen al hartazgo de una sociedad sometida a las arbitrariedades de una autocracia corrupta, respaldada sin reservas por Rusia y China. El aumento del precio del gas licuado, principal fuente de energía del país, ha sido la chispa que ha prendido en la calle, especialmente en Almaty, la capital económica, y que ha llevado a las autoridades de Nur-Sultán, antes Astana, la capital política, a dar carta blanca a las fuerzas del orden para que disparen a matar, según ha tenido interés en reconocer expresamente el presidente kazajo, Kasim-Yomart Tokáyev, poco más que una marioneta cuyos hilos mueve de cerca el expresidente Nursultán Nazarbáyev y a distancia, Vladimir Putin.

Si en el apoyo chino a la represión desencadenada no hay más motivo que proteger de sobresaltos a un proveedor cercano de uranio y petróleo, en el ruso importa sobre todo la operación de largo recorrido dirigida por Vladimir Putin para reconstruir el espacio político que fue en su día el de la Unión Soviética. La movilización de recursos de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, una alianza militar de seis antiguas repúblicas soviéticas que encabeza Rusia, no es más que una simulación: el núcleo del despliegue, aquello que realmente importa, es el contingente despachado por el Kremlin al corazón de Asia. El resto es mero envoltorio.

Basta repasar la secuencia de acontecimientos desde la anexión de Crimea por Rusia en 2014 para comprobar hasta qué punto la gestión rusa de la crisis kazaja sigue la misma pauta que en otras anteriores: recuperar áreas de influencia, así sea a través de la guerra de baja intensidad en Ucrania, de la utilización de Bielorrusia o de la estimulación de un nacionalismo expansivo ruso de nuevo cuño. En la reacción de Moscú hay, además, un factor de aprovechamiento para subrayar su imagen de superpotencia en marcha para actuar allí donde entiende que sus intereses nacionales están en peligro; en la utilización de no menos de 70 aviones para transportar a unidades paracaidistas hay una reivindicación implícita de viejas grandezas que se esfumaron con la desaparición de la Unión Soviética.

Es probable que en los disturbios de Kazajistán no todo sea fruto de la espontaneidad y el cansancio de ciudadanos condenados a llevar una existencia precaria, pero es también más que evidente que la corrupción y un autoritarismo desbocado mantienen a la población kazaja muy por debajo de la prosperidad que debieran procurarle los recursos que atesora el subsuelo de su país. Al menos, este ha sido durante décadas el discurso de Nazarbáyev y su insistencia en reclamar el trato debido a la segunda economía de la Comunidad de Estados Independientes después de la de Rusia. Aunque finalmente el progreso material solo se ha hecho efectivo en una franja de población vinculada a los negocios del poder y el resto no ha sido más que propaganda.

Si a las carencias que han desencadenado la protesta se añade el incumplimiento de la promesa de democracia que siguió al desmantelamiento de la URSS, aún son más comprensibles las razones de la frustración. Kazajistán es un Estado manejado por un partido hegemónico, carente de una oposición política capaz de dar la batalla en las instituciones, que reúne muchos de los ingredientes mínimos necesarios para que la crisis social, con decenas de muertos en las calles, sea fácilmente manipulable y se enquiste, con el riesgo añadido de contagiar una vecindad no especialmente equilibrada y sólida.