El otro día en una entrevista me preguntaron qué columnistas me gustaban, a cuáles seguía habitualmente, y pensé, eh, esa pregunta da para columna. No lo dije, claro, y me fui por las ramas en la respuesta, sin citar a ninguno en concreto (a ver si me iba a olvidar de unos cuantos y quedaba fatal), pero la cuestión se me quedó guardada en el archivo del cerebro para posibles columnas. Luego en casa ya tranquilamente me senté ante el ordenador (para ordenar mi mente) y me puse a pensar la respuesta. Lo que tenía que haber dicho, vaya, o debería tener preparado a estas alturas de la película. Pensé en primer lugar en escribir una columna únicamente con nombres de columnistas, una gran lista en la que se mencionaran todos los que me vinieran a la cabeza (o casi todos, que la extensión finita es lo que tiene). No obstante, pensé que aunque quedara la mar de bien con un montón de compañeros al incluirlos en la madre de todas las columnas, siempre habría alguno que diría eso de «yo no salgo, y eso duele»; iba a pasar con total seguridad por muchos que metiera en esa lista interminable, ya que la lista termina de alguna manera (para mal en el caso del columnista que no aparece). ¿Y cómo citar a todos los que me gustan sin tener que poner una lista eterna, insufrible para cualquier lector no columnista? Bueno, pensé, ellos ya saben quiénes son, a muchos se lo he dicho en persona. Y a los que no se lo he podido decir, por las razones que sea, pues ya se lo diré cuando los vea. Y los que no lo saben y seguramente no lo sabrán nunca, pues tampoco pasa nada, su vida seguirá igual con esa mínima e irrelevante ignorancia. Por cierto, ahora que caigo me estoy dando cuenta de que estoy haciendo como en la entrevista, me estoy yendo por las ramas. Soy lo peor, como entrevistado y como columnista. Siguiente pregunta, por favor.