Estamos a mitad de una teórica legislatura de cuatro años. Con un gobierno de coalición de izquierdas por primera vez desde la instauración de la democracia. Un gobierno que hace bastantes cosas, que promete muchas más, que finaliza bastantes menos, que tiene una oposición mucho peor que él, que ha estado acompañado de una pandemia nunca vista, desde el principio de legislatura, y que la hemos sorteado igual de bien o mal que nuestros países del entorno. Un gobierno del que se tiene una percepción social positiva, a pesar de las muchas críticas que recibe, que ha aprobado algunas leyes y otras medidas necesarias y aplaudidas. Por tanto, la coalición funciona y el PSOE aparece como el partido preferido por los españoles para gobernarlos.

Y, sin embargo, la imagen del gobierno no es buena. Se le acusa de inestable, de estar dividido, de incompetente, de más efectista que efectivo y, sobre todo, no inspira confianza de cara al futuro. Es una sensación poco creíble la que transmite el gobierno de coalición, porque los trabajadores siguen con sus altas cuotas de paro, con sus bajos salarios, la juventud sigue en tierra de nadie (¿hasta dónde llega la juventud?, porque hay jóvenes de 40 que aún no se han estrenado), la desigualdad sigue sin reducirse, el modelo económico sigue sin modificarse, la dependencia del exterior sigue dejándonos en la minoría de edad como país y, sobre todo, la pandemia sigue sin estar controlada ni con una hoja de ruta clara.

Con la pandemia nos pasa una cosa rara. Bueno, tan rara como lo que hemos comentado hasta ahora. Nuestra autoridades, locales, autonómicas y estatales, nos cuentan que están haciendo todo lo posible por defendernos de ella. Nuestra red sanitaria, aún sin ser tan buena como nos decían hasta hace poco, ha aguantado bastante bien la presión hospitalaria. La vacunación ha ido bien, al menos tan bien como en nuestro entorno. La sociedad se ha portado bastante bien en la disciplina que se le ha pedido. Y, sin embargo, en estos momentos, estamos a la cabeza de los contagios. Cierto que esto de los ranking suben y bajan con mucha facilidad y frecuencia. También en esto la ciudadanía tiene la mosca detrás de la oreja: tiene difícil la crítica, pero no está enamorada de sus autoridades. ¿Será la genética española, que nada le parece bien? Y aquí también aparece la nefasta oposición española. Ambos, oposición y gobierno, se acusan mutuamente de imposibilitar acuerdos básicos en cuestiones importantes de salud, economía, política. Pero ambos usan toda su energía en desacreditar al adversario en vez de seducirlo.

Ni siquiera los 140.000 millones de euros provenientes de Europa (la mitad a fondo perdido y la otra mitad con devolución) nos permiten ver el futuro con tranquilidad. Es como si el ambiente político español, con su permanente toxicidad, nos impidiera conciliar el sueño, y la incertidumbre se apoderara de todos nosotros hasta convertirse en ansiedad y depresión.

Mientras tanto, los medios de comunicación juegan a futbolizar la política. Cada uno es de su equipo y lo que importa es ganar. Nadie es de España, y mucho menos los que afirman solemnemente ostentar el monopolio de lo español. Y los independentistas, claro. Porque los medios, a pesar de la caída en las ventas, siguen siendo los que marcan la importancia de los asuntos y dictaminan sobre la posición, correcta o no, de los distintos agentes políticos. Y más aún en el caso de los ciudadanos españoles, que solo compran o solo leen el periódico de sus amores. A muy pocos se les ocurre leer algún periódico que no sea «el suyo». Y así, lo único que hacemos es ratificar lo que «ya sabía» de antemano. Y, sabedores de esto, los agentes políticos se dedican a hablar de lo qué y cómo les gusta leer-oír a los lectores.

Todo esto hace que exista una doble España, la real, que casi nadie conoce aunque la sufra, y la mediática, que casi todo el mundo cree conocer y la confunden con la real. Y esto es lo que llena a España de ruido y la vacía de debates sobre la realidad. Tenemos ejemplos todos los días en los distintos medios. Las ya famosas macrogranjas y un político llamado Garzón (falso debate pero mucho ruido). Una política llamada Yolanda, que no sabemos de qué partido es ni a quién representa ni qué propone, pero a la que parece que van a votar todos. Un presidente llamado Sánchez, que no enamora y al que todos criticamos, pero que saca todo adelante y que prácticamente tiene asegurada su legislatura. Una reforma laboral, que nadie ha leído, que a todos gusta (menos a los que no les gusta más que lo suyo) y que ha sido calificada, cómo no, como «histórica». Una pandemia que nos ha hecho a todos epidemiólogos y virólogos en cuatro días. Pero prácticamente nadie habla del paro real, de los salarios reales, de la juventud real, de la sanidad real, de la pobreza real, del mal funcionamiento de las instituciones. En definitiva, nadie habla de la realidad. Y así nos va.

Por cierto ¿qué es la realidad? Es la cuestión fundamental de toda filosofía seria.