Cuando era adolescente llevaba una cadena con un jai, una palabra en hebreo que significa vida. En un cruce de pasillo un estudiante de derecho que llevaba una esvástica en la solapa me susurró: “Me gustaría que charláramos en un debate”. ¿Dialogar con él? “Tu símbolo significa muerte, el mío vida. ¿hay diálogo posible?”, respondí. Después, en mi nombre, en una lista en la puerta de mi aula, cada mañana, aparecía una esvástica dibujada. No me sorprendió –no pensé que debían– que nadie de mi curso me apoyara, ni siquiera los profesores, yo sentía casi indiferencia. En realidad no tuve miedo sino tristeza. Pero sabía incluso a esa edad que vivía en un país con leyes que me protegían.

Años después, leyendo a Mihail Sebastian, recordé ese día, él cuenta la inutilidad de discutir con un amigo que le interrogó sobre la cuestión judía, pensaba que cuando alguien ya tiene argumentos en contra, es inútil debatir. Pero también la falta de diálogo es un vacío, oscuridad detrás de la llama. En un midrash, narración del Talmud, se cuenta que un estudioso le pregunta a otro: ¿por qué te esfuerzas contra el malvado si es inútil? y este responde que sabe que no va a cambiarle, lo hace para no cambiar él. Así que hay que encontrar el equilibro entre el deber de decir y la percepción de la imposibilidad, entre lo adecuado y lo innecesario.

Quizá hay que seguir intentándolo, pero lo cierto es que el peligro persiste. Lo urgente en primer lugar son las leyes y asegurarnos mecanismos para que estas no se deformen por la deriva de gobiernos autoritarios, como sucede ahora en algunos países de Europa.

Desde mi adolescencia en España, como también en temas de derechos civiles, se han producido mejoras y cambios. Hoy es común la reflexión en torno a la shoah en películas y libros, y sobre todo la conciencia de la necesidad de educar, de señalar una fecha para centrar el recuerdo. Desde hace más de una década se celebra en España institucionalmente el 27 de enero un acto de memoria donde se recuerda a todas las víctimas del nazismo. También en la Comunidad de Madrid junto al centro Sefarad-Israel, por ejemplo, se da un curso a profesores sobre la shoah ofreciendo herramientas para enseñar, esta institución también ha apoyado el viaje de cientos de profesores españoles a cursos en el Yad Vashem, museo especializado en la didáctica de la shoah. La literatura, el teatro de creación propia en nuestro país genera la vivencia única que da la literatura. En estos días acaba de salir una obra imprescindible y monumental, una impactante recopilación de poemas in nomine Auschwitz de diversos autores sobre la experiencia de la shoah, de Celan a Carlos Morales del Coso, su recopilador.

Mientras por un lado se recuerda con ceremonias, testimonios, libros y se genera una conciencia acerca de la expresión del mal absoluto aparece el temor de gobiernos totalitarios a la narración y la memoria. La shoah es un acontecimiento en los límites como lo define Friedlander. Cuya extrema singularidad desafía nuestras categorías conceptuales y de representación (Alejandro Bauer). Pero al aparecer la shoah como medida del mal, a pesar de la imposibilidad de su representación, su popularización desafía los límites de la memoria, produciéndose un abuso comparativo de este acontecimiento con diferentes consecuencias.

Por un lado, se rompe el techo de Auschwitz del que habla Agamben, en ocasiones se convierte en objeto de humor. La risa a veces permite resolver la tensión ante un conflicto, es una manera de enfocar y comprender, pero también puede banalizar, ridiculizar, humillar, convirtiendo el dolor en caricatura, una expresión de odio difamador que colabora en su tergiversación con quienes mantienen subterráneamente el odio al otro. Por otro lado, hoy muchos personajes, políticos… quieren perjudicar a sus adversarios comparando sus acciones con la medida Shoah. ¿Cuál es el límite? ¿Cómo responder? Estas cuestiones son las que nos apelan hoy, cómo resolverlas también hablara al futuro de quiénes somos.

En este mes de enero, como celebración personal, en recuerdo a dos sefarditas que perdimos el pasado año, que lucharon por la memoria, que sufrieron la shoah, Isaac Revah, Anette Cabelli, he querido manifestar algunas de mis preocupaciones por el uso de las palabras. Soy sensible a ellas, hay algunas que ni siquiera quiero pronunciar, otras que me protegen, creo que decir es germinar, lo que pronunciamos nos trasforma. ¿A dónde conduce el desorden del lenguaje en relación con nuestra historia?

La shoah es singular, una muestra del lado oscuro de la humanidad. El uso de las palabras relacionadas con ese acontecimiento puede por asimilación minimizarlo como símbolo beneficiando a quienes pretenden cuestionarlo. Pongamos el caso actual de la palabra negacionista, que también en el diccionario se amplía su significado aunque se empezó a usar como consecuencia de denominar a quienes negaban la shoah, táctica siniestra, con el propósito seguramente de repetirla. Su uso ahora se ajusta a otra realidad, este es un ejemplo menor, prefiero no dar espacio a otros más graves. Sí, por lo tanto la shoah se convierte en límite ejemplar, pero eso hace que a la vez por el uso disminuyamos su significado.

En enero, cuando se recuerda esta tragedia, cumpliendo el mandato de recordar a quienes encontraron una tumba en los aires en palabras de un verso de Paul Celan me pregunto como Yehuda Bauer si: ¿Hemos aprendido algo? Y escuchando las voces de la actualidad tengo muchas dudas. Por eso creo firmemente en la necesidad de ser responsables de lo que decimos, cumplir las leyes y castigar el discurso del odio. Pero no todo es evidente. A veces es simplemente discurso irresponsable, broma inútil, comparación desafortunada. Aunque nada en el territorio del lenguaje es inocuo. Para Robert Antelme: proporcionábamos a la humanidad despectiva el medio de desenmascararse completamente. Que esa humanidad despectiva, a quienes se les proporciona la oportunidad de desenmascararse sea consciente de que lo es. Porque creo firmemente en la importancia de cada sujeto, también valoro cada una de sus palabras. No se trata de invocar un castigo, ni la persecución, se trata de educar en la responsabilidad personal, en el valor de las palabras. Solo así tendremos una humanidad consciente y no como parece ser a veces simplemente infantilizada, colaboracionista o cruel que juega con las serpientes. Porque la memoria y celebración no impide que el racismo, el odio al otro, el antisemitismo encuentre otros receptáculos para mantenerse. Mientras escribo, otra sinagoga, ahora en Texas, es atacada. Palabras también para ese abogado con quien quizá debí sentarme a hablar, tal vez no tenía argumentos, quién sabe dónde está ahora. Ni qué defiende.