La respuesta de Estados Unidos y la OTAN a las exigencias de Rusia no por previsible deja de entrañar riesgos ciertos, aunque no a la vuelta de la esquina. Aunque Moscú haya dejado claro que considera un hipotético ingreso de Ucrania en la Alianza Atlántica una amenaza a su seguridad, la decisión del presidente Joe Biden de mantener en vigor la política de puertas abiertas ha conducido a lo que el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, ha definido como un «momento crítico». Pero tanto las condiciones y amenazas planteadas por Rusia como la respuesta de Biden y la reacción posterior de Moscú, remitiendo a las decisiones que en el futuro pueda tomar Vladímir Putin, son parte de una partida de naipes con las cartas marcadas y mucho por jugar.

Hay demasiadas opciones intermedias sobre el tapete como para pensar que ambas partes estén dispuestas a proseguir una escalada irrefrenable. De proceder de esa forma, es relativamente fácil predecir las consecuencias de orden político, económico y de seguridad, siempre desmesuradas. Y es, en cambio, muy difícil adivinar algún beneficio tangible para ninguno de los implicados. Desde el aplazamiento de la atlantización de Ucrania para mejor tiempo y ocasión a la finlandización de este país en condiciones aceptables para sus gobernantes, poseídos de un nacionalismo activo no menos intenso que el ruso, la gama de grises es infinita y el anuncio del Kremlin de que la respuesta al mensaje enviado por la Casa Blanca se hará esperar no es más que una confirmación de la mutua necesidad de ganar tiempo al tiempo.

Claro está que hay obstáculos emocionales que alimentan la crisis y lo mismo valen para que Estados Unidos invoque el derecho de Ucrania a decidir por sí misma si quiere o no ser miembro de la OTAN, que para que Rusia se remita a lo que es un dato histórico digno de tenerse en cuenta: la inmensa mayoría de la sociedad rusa no concibe Ucrania como un espacio político y cultural ajeno a su identidad. Lo que algunos historiadores han llamado la afrenta rusa, el trauma que siguió a la disolución de la URSS, incluía la fragmentación de un territorio político que englobaba las vecinas Bielorrusia y Ucrania. Y la naturaleza de la presidencia de Putin, un autócrata al fin, es inseparable de la explotación de ese estado de ánimo colectivo, parte sustancial de la cultura espontánea rusa. Media un mundo de ahí a suponer que se impondrá la política de las emociones por más maniobras, desplantes y movilización de efectivos que quepa prever.

Estados Unidos está lejos de haber logrado una unidad de acción real en las filas de la OTAN

Al mismo tiempo, Estados Unidos está lejos de haber logrado una unidad de acción real en las filas de la OTAN. La poderosa arma disuasoria de la exportación de gas ruso a Alemania condiciona el comportamiento del Gobierno de Berlín, en fase de asentamiento; la pretensión de Francia de disponer de voz propia –Emmanuel Macron está pendiente de mantener una videoconferencia con Putin– opera en idéntico sentido; el temor generalizado a una sacudida en los mercados energéticos mantiene alerta a los gestores de economías en fase de recuperación que, entre otras muchas cosas, precisan estabilidad y contener la inflación.

Nadie tiene nada que ganar en un desenlace radical. Pero no es menos cierto que será de una complejidad extrema articular una respuesta equilibrada en la que nadie pueda, asimismo, otorgarse la victoria.