De John Donne vale la pena leerlo todo. Poeta, predicador y filósofo inglés, iluminó el siglo XVII con su claridad intelectual y su belleza lingüística. Siendo para muchos, junto con Shakespeare y Milton, el creador de la moderna lengua inglesa.

Con los otros dos genios antes mencionados compartió la capacidad de elevación espiritual, la amplitud de conceptos e ideas y ese misterioso y casi mayestático tono que parece situarse en un plano superior a la realidad, como si flotara por encima de la razón, incluso de la imaginación, intentando de paso emular un cierto perfume bíblico o evangélico.

Tono, precisamente, que Donne adoptó en la redacción de los prodigiosos textos integrantes de su último y maravilloso libro, escrito en 1634, y ahora traducido al castellano por el sello Navona en su colección Ineludibles: 'Devociones y duelo por la muerte'.

Cada una de esas «devociones» o capítulos, la mayoría escritos a modo de sermones durante el periodo de la enfermedad del autor, se abrirá con una reflexión sobre cualquiera de los grandes temas universales que inquietaban a los hombres y mujeres de su tiempo y que nos siguen preocupando hoy en día.

El propio tiempo, por ejemplo, sería uno de ellos.

Para Donne, el tiempo es la medida del movimiento. Está conformado por tres fases, pasado, presente y futuro, pero la primera y la última no existen («La una ya no es el ahora, la otra no existe aún».) Y es cierto, pues antes de que se termine de enunciar el tiempo «presente», advierte Donne, es ya pasado. Si el tiempo no es perdurable, ¿cómo podría serlo nuestra felicidad, nuestra dicha?, se preguntaba él. En cambio, la eternidad «es algo que nunca ingresó en el flujo del tiempo». Lo perpetuo, por tanto, sería lo mismo que ya es aunque el tiempo no hubiera existido jamás. En tales parámetros se lamentará Donne ante los oídos de Dios, a quien llama «el Anciano de los días»: «¡Qué ínfima resulta nuestra vida, o la de la criatura más longeva que se pueda imaginar!»

Una lectura inclasificable, extraña, hipnótica, en la que el destino del hombre, entre la felicidad y el dolor, se rebela a su pequeñez y busca en el lenguaje elementos para equipararse a su creador y a otras criaturas celestiales. Sublime.