Una noche de comienzos de los noventa, Ángel Guinda (Zaragoza, 1948-Madrid, 2022) simuló ser un perro y mordió a mi padre, que miraba un escaparate de la librería Anue, en la calle Lorente de Zaragoza. Ángel Guinda era un gran poeta de la muerte, de la conciencia del fin: Nací matando, decía; su madre había muerto en el parto. Pero también era un poeta de la vitalidad: de las bromas, de los juegos de palabras, de la complicidad y el amor.

«Ángel Guinda es un hombre extraordinario. Lleva veinticinco años siendo extraordinario conmigo», escribía Félix Romeo. Félix admiraba la generosidad de Guinda (con los libros, con su tiempo) y recordaba su risa «maravillosa»: «la embajadora de sus ganas de vivir, de disfrutar y celebrar el mundo». Admiraba también su ausencia de cinismo, su capacidad de mantener el entusiasmo por la poesía y por la enseñanza. Una vez un médico le dijo que tenía un problema de velocidad en el esperma y él se compró un deportivo. Con el deportivo se fue a hacer campaña por el PCE y cuando le reprocharon que fuera en ese coche respondió: «Quiero la riqueza para todos y no la pobreza para todos». Cuando yo lo conocí, o cuando tengo memoria de conocerlo, él ya no vivía en Zaragoza y tenía algo de leyenda: de la acusación por blasfemia por el verso «eyacular en el ano del señor hasta su conversión al placer» en el 87, de un pasado de maldito transformado en un hombre afable y juerguista.

Lo recuerdo muchas veces en las casa de mis padres, en Zaragoza, en Urrea de Gaén, en La Iglesuela del Cid: pequeño, vestido de negro, con un aire a lo Danny de Vito, tierno y un elemento atormentado que intentaba mantener a raya. Una vez decía que no le gustaba Cien años de soledad (había sido incapaz de terminarlo), y que asociaba con García Márquez la palabra «desaforado». En cambio yo asocio a Guinda con la palabra chisposo: Qué chisposos estáis, dijo mi madre una vez, muerta de risa con las historias de Ángel. Hablaba de poesía francesa, de fútbol, de sus matrimonios. Contaba que las sobremesas de los domingos hacía dos agujeros en el periódico y miraba a su mujer y sus cuñadas tiradas en el sofá. Su padre le preguntaba: «Hijo mío, ¿pero qué les das a las mujeres?» «Pena, papá. Y a veces pene», contaba que decía. «Me he fumado la vida/ como el tiempo se me ha fumado a mí», escribía. Las últimas veces que lo vi fue en Madrid. En la estación de Atocha, me regaló su libro Catedral de la Noche. Veo que tengo un poema marcado: «Los mundos que soñé me están soñando / como si el sol no fuese a regresar». Mi padre le regaló un cuento: «Para Guinda, un ángel fieramente humano», y esa dedicatoria me parece la mejor descripción.