Una vieja tradición española invierte la frase de Marx: la tragedia no se repite como farsa, sino que la farsa (el festival de Benidorm) se repite como tragedia (la aprobación de la reforma laboral en el Congreso). O al menos como tragicomedia.

El exdiputado de Ciudadanos Nacho Prendes lo explicó con claridad: es difícil decir que, como han celebrado los palmeros, fue «un gran día». «Fue un día muy desgraciado para la democracia», escribió. No se debe al contenido de la reforma sino a la manera en que se ha aprobado, que culmina un proceso con bastantes momentos deprimentes: desde la grandilocuencia de la «derogación» a la torpeza del PP, pasando por la insufrible cursilería de la redacción («Un cambio de paradigma que ayude a desterrar el desasosiego que la precariedad ha provocado en varias generaciones de trabajadoras y trabajadores de nuestro país»: una de las aportaciones del Gobierno de coalición es convertir el BOE en una versión sectaria de Superpop). Prendes reconocía el valor de un acuerdo que incluía a patronal y sindicatos, pero también señalaba: «La forma de convalidar algo tan importante, en semifallo, contraponiendo voluntad real a formal, los insultos, la vía judicial próxima que abre un frente interminable de deslegitimación del órgano llamado a dotar de legitimidad a las decisiones del poder». Hay que reconocer que los esfuerzos en pro de la deslegitimación son abundantes: esta semana se ha producido el episodio de las mascarillas en exteriores, que combinó chantaje parlamentario, regulación anticientífica y abuso de autoridad, y que se resuelve con una burla: con el Gobierno anunciando el fin de la obligatoriedad a los tres días.

La votación mostraba la fractura en torno a Sánchez, decía Prendes, y también que no hay una mayoría alternativa a la «coalición Frankenstein». Es posible que entremos en una disputa judicial en torno al voto del diputado Casero, y que se resuelva cuando ya no nos acordemos. La cuestión no es saber si fue un error humano o informático, sino si contaba más el voto telemático o presencial y si la presidenta del Congreso actuó de manera arbitraria al no consultar a la mesa. La democracia liberal es procedimiento y este caso es complicado porque no hay muchos precedentes claros. Veremos lo que dicen los expertos. Pero hay un asunto que produce cierta desazón: si antes de la votación el diputado señala el error, y es bastante verosímil lo que dice porque su voto mantiene la posición de su grupo parlamentario, en la actuación de la presidencia del Congreso hay un elemento poco favorecedor, una actitud que se parece bastante a la mala fe.