La lucha contra el coronavirus ha puesto de manifiesto la vital importancia de la investigación científica. Necesitamos más inversión. Más apoyo a los investigadores. Más conexión entre universidades y empresas. Más coordinación. Más I+D+i. Más ciencia.

«Es la economía, estúpido». Eslogan de la campaña electoral (1992) que llevaría a Bill Clinton a la Casa Blanca. Hoy podríamos ampliar la frase. Es la economía y la ciencia. O la economía dedicada a la ciencia. Y la ciencia enfocada a mejorar la economía (bienestar) social. Desde este enfoque, justamente, habría que analizar la reforma de la Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación (2011) cuyo anteproyecto se aprobó recientemente.

No nos quedemos en grandilocuentes declaraciones. Estamos cansados de alabanzas y promesas. «Habría que hacer…» y luego casi nada se hace. Vamos a lo concreto. A cuatro puntos fundamentales.

Uno, revisar la carrera científica. Hacen faltas ganas (vocación) para dedicarse a la investigación. Lo saben muy bien jóvenes universitarios sobradamente preparados. Muchos han tenido que salir a otros países. Porque aquí las condiciones son muy malas. Becarios precarios. Trabajo inestable y sueldo raquítico. Bastante (o mucho) puede mejorarse. Por un lado, en garantizar la estabilidad. Los contratos no pueden ser, como han venido siendo, de tan corta duración. Un proyecto de investigación requiere tiempo y no parece lógico cambiar parte del equipo cada año. Por otro, en ofrecerles unas condiciones laborales dignas. El joven investigador percibe un salario (beca) muy reducido. En ocasiones tiene que compaginar con docencia. Muchos pasos pueden darse para dignificar esa endeble situación. Lo fundamental, definir un nuevo itinerario científico, más claro, mejor retribuido y orientado a la estabilización. Solo así se podrá reducir la emigración de investigadores con proyección y atraer talento a nuestro país.

Dos, reducir la carga administrativa. Los investigadores se quejan, y con razón, de las dificultades que encuentran a la hora de justificar subvenciones. No es que estén en «su» mundo, como a veces les recriminan desde ciertos despachos y oficinas. No. Porque para justificar un proyecto, por ejemplo, tienen que «trocearlo» en varias partidas. O tienen que rellenar mil y un papeles (sí, en papel) y enviar otros tantos correos electrónicos (con firma digital) para que les lleguen (tarde) cuatro euros «para ir tirando». Eso lleva tiempo y dolores de cabeza. Porque un investigador no suele manejarse con soltura en los complicados vericuetos de la administración. No es que pretendan esquivar los necesarios controles legales. Desean que las tareas administrativas no les dificulten aún más su trabajo. Rendición de cuentas, sí. Pero que se simplifiquen los procesos. Con menos burocracia. En la evaluación de los proyectos. En las contribuciones y aportaciones a acuerdos internacionales. O que se dote a los grupos de investigación de personal administrativo debidamente cualificado.

Tres, valorar la transferencia de conocimiento. Todavía hay quien piensa que la investigación es un mundo aparte. Se equivocan. Hay que potenciar la investigación básica, por supuesto. Aunque sus resultados, lógicamente, no se vean a corto plazo. Pero también la aplicada. La que se traduce directamente en avances tecnológicos y sociales. Resulta muy «curioso» que, en nuestro país, las universidades públicas, donde radican tantos excelentes grupos y proyectos de investigación, registren tan pocas patentes. A lo mejor habría que reconocer las actividades de resultados de investigación en el Personal Docente e Investigador (PDI) de nuestras universidades públicas. O regular mejor la compra de innovación desde los organismos públicos. O proteger la posición pública cuando se transfieren derechos de resultados de investigación a entidades privadas.

Cuatro, revisar la gobernanza del sistema. Fundamental. A estas alturas, es poco menos que imposible «descubrir» cada semana nuevos «mediterráneos». Y ya no existen genios solitarios encerrados en su laboratorio. Quien va por libre suele ir directo al fracaso. La investigación es un trabajo de equipo y en equipo, casi siempre multidisciplinar. Hoy en día los proyectos requieren la participación de investigadores de varios centros, públicos y privados, y de distintas procedencias, nacionales e internacionales. Por eso es necesario definir un mapa de Infraestructuras Científicas y Técnicas Singulares (ICTS). Y establecer alguna fórmula de colaboración y cooperación entre la administración estatal y las autonómicas para poder así abordar proyectos de interés común y de largo recorrido. Los campus universitarios de excelencia internacional, puestos en marcha hace unos años, son un buen referente.

El anteproyecto de la nueva ley incluye muchas otras interesantes medidas. Algunas sobre la igualdad de género, por ejemplo. O sobre el fomento de la participación de la ciudadanía en el proceso científico técnico. O sobre la definición de la carrera del personal técnico de los Organismos Públicos de Investigación (OPIs). O sobre el reconocimiento del valor de la ciencia como bien común. O el compromiso, por ley, de aumentar regularmente la financiación pública con el objetivo de alcanzar el 1,25% del PIB en 2030 de acuerdo con el Pacto por la Ciencia y la Innovación. Evidentemente, puede mejorarse. Y bastante. Se mejorará con las aportaciones del sector y, luego, a lo largo de su trámite parlamentario. Esperemos. Ahora es solo un primer texto. Un paso en la buena dirección. Y un avance importante.

Queda mucho por andar, por supuesto. Pero estamos en el camino. Algunas comunidades autónomas, como Aragón, ya cuentan con su propia ley de la ciencia. Seguramente habrá que revisarlas. Para encajarlas en un proyecto común. Para aprovechar mejor los recursos, los de fuera y los de dentro. Para conseguir mejores resultados. Para poner la investigación en un lugar destacado. De los presupuestos. Y del interés social. En definitiva, más I+D+i. Más ciencia.

*Vicepresidente del Consejo Escolar del Estado.