El PP ha tenido en estos últimos años una responsabilidad democrática que no ha sabido (querido o podido) cumplir: frenar la avalancha ultra a su derecha. Pablo Casado, obsesionado con vengar a su maestro Rajoy (como si fuera el Bruce Lee de la calle Génova), fue incapaz de contener el brote posfranquista de su ala más radical. Ese brote es ahora un volcán. Solo por eso, el relevo que se prepara en el PP es prometedor para cualquier ciudadano que entienda la democracia como algo inseparable del respeto a los derechos humanos. Y si el elegido es Alberto Núñez Feijóo, no parece osado aventurar que en la política española habría, además, mayor poso de serenidad y sentido común. Si algún rival ha sonreído de oreja a oreja al contemplar la sanguinaria crisis interna del PP, debería saber que, cuando la tormenta amaine, el panorama dejará un partido mucho más fuerte para el futuro.

De este episodio me asombra el proceso por el que unas gravísimas acusaciones de Casado a la gran estrella pop Isabel Díaz Ayuso, sobre un presunto trato de favor a su hermano, se han convertido en la tumba del líder popular. Se diría que a los fanáticos de esta Escarlata O’Hara madrileña la corrupción nunca les ha importado. Pero lo que me ha dejado pasmado es la crueldad con la que el PP trata a sus ídolos caídos. Ni siquiera la defenestración de Adolfo Suárez en la UCD se consumó con semejante cadena de humillaciones, puñaladas a lo Bruto e insultos terribles, sobre todo por parte de una derecha mediática con ansias de sangre. Uno, que siente natural simpatía hacia los perdedores, no lamenta que Casado y García Egea se marchen, sino el terrible significado que para algunos tiene la palabra lealtad.