La mayoría de héroes de cómic llevan máscara para ocultar su verdadera identidad. Pero las máscaras que usan El Zorro, o El Jinete Enmascarado, para desfacer entuertos (A Don Quijote, y Sancho Panza, les adorna el inigualable mérito de haber sido los primeros, compuesta su máscara de inmortales retazos de sabiduría) también sirven para desenmascarar la mentira, enmascarada como verdad por los malvados para ocultar sus fechorías.

Del mismo modo, las máscaras de Carnaval no sirven para ocultarlas, sino para hacer patentes las normas por las que se rigen las sociedades, y las leyes físicas que regulan nuestro ciclo  vital y los de la Naturaleza. Así, la máscara adquiere la esencial función de proporcionar el anonimato para, mediante la interpretación y la farsa, realizar una crítica mordaz de la realidad. Ya sea a través de la sátira (como ocurre en las chirigotas de Cádiz), de la exuberancia (caso de los carnavales de Río), del travestismo (por ejemplo, la gala de Drag Queens del Carnaval de Las Palmas), o del esperpento (onsos, zarragones, botargas, mekuyos, cigarrones…). Por tal motivo, el Carnaval es una fiesta universal que –de una manera u otra– se ha dado en todas las épocas y civilizaciones.

En el caso de Europa y países culturalmente afines, el tiempo de su celebración está ligado al calendario lunar de la liturgia cristiana. De tal modo que el martes de Carnaval (que antecede al Miércoles de Ceniza) es anterior, en 40 días, al Domingo de Ramos, en el que comienza la Semana Santa. Manifestación religiosa que culmina en la Pascua de  Resurrección (este año el 17 de abril), que se celebra en el primer domingo tras la luna llena que sigue al equinoccio de primavera.

La esencia del Carnaval radica en la inversión temporal de los roles sociales, precisamente, por la imperante necesidad de los Estados por mantenerlos

La cristianización de la celebración temporal del Carnaval (también llamado Entroido o Antruejo, porque da entrada a la Cuaresma) ha ido pareja a la transformación de sus remotas raíces, si bien sus manifestaciones externas y significado permanecen intactos. Pues la esencia del Carnaval radica en la inversión temporal de los roles sociales, precisamente, por la imperante necesidad de los Estados por mantenerlos. Por eso, en la antigua Roma era una fecha en que los esclavos –durante un día– se hacían servir por sus amos, pasando a ser los reyes (como el payaso Momo lo es del Carnaval) de sus lujosas villas. De ahí la expresión: “La excepción confirma la regla” o el proverbio de Tomás de Lampedusa expuesto en Il Gattopardo: Es preciso que todo cambie para que todo siga igual”.

Así, durante el Carnaval, los bailes de máscaras (giróvagos emuladores del eterno retorno de la Tierra en su infinito e imposible viaje hasta el Sol) reúnen en un mismo espacio de celebración a todas las clases sociales, anualmente unidas para la representación del gran teatro de la vida. Un instante festivo en el que la realidad socialmente aceptada queda ebriamente desvelada y expuesta a la sátira y al escarnio. Hasta el momento en el que ese ebrio destello muere (escenificado en el entierro de la sardina) y la realidad recupera su sobrio estado de cotidianeidad, volviendo a ocultar su faz tras la máscara y el tupido velo de Isis, cuya invisible mirada seguirá proyectando el cegador rayo de la verdad.  

*Luis Negro Marco es historiador y periodista