Aunque pueda parecer paradójico, es muy elevada la probabilidad de sufrir una enfermedad rara, es decir, una de esas dolencias que afectan a una población muy reducida. Y esto es así porque es también enorme, unos siete mil, el número de trastornos de la salud calificados como «raros». En Aragón, suman casi cien mil los aquejados por alguna de estas patologías de escasa incidencia, entre los cuales se cuentan muchísimos niños. Por sus propias características, se trata de afecciones poco conocidas, aún menos investigadas y cuyo diagnóstico tiende a retrasarse varios años, incluso en un doloroso y desalentador periplo, a lo largo del cual el paciente habrá de experimentar incluso el escepticismo de ciertos profesionales proclives a considerarlo un enfermo imaginario como el descrito por Molière.

De vez en cuando, se deslizan en los medios de comunicación llamativos titulares sugiriendo prometedores avances

La investigación continúa siendo la puerta de la esperanza en la lidia contra estos padecimientos tan peculiares, pero el gran obstáculo reside en la amplitud de frentes abiertos, tantos como enfermedades raras, que dividen el esfuerzo y los recursos dedicados al reconocimiento de alternativas terapéuticas. De vez en cuando, se deslizan en los medios de comunicación llamativos titulares sugiriendo prometedores avances que, poco a poco, parecen diluirse en el tiempo sin traducción en mejorías evidentes de los tratamientos, quizá porque la distancia entre el laboratorio y las camas de un hospital es muy dilatada. Sin embargo, no cabe sino confiar en la investigación, convencidos de que en este mundo globalizado la difusión de las conquistas científicas es muy rápida y compartida de inmediato hasta en el último rincón del planeta, aunque tal accesibilidad no debiera ser óbice para evitar que los científicos formados en España se vean forzados a desarrollar su trayectoria profesional al otro lado de los Pirineos.