El pacifismo es siempre la opción más respetable. Hasta que estalla la guerra. Entonces solo existen dos opciones: claudicar o resistir. A ser posible, resistir con armas. Pablo Echenique, portavoz de Unidas Podemos, lanzó el pasado miércoles en el Congreso un extraño alegato sobre la exclusiva acción del pacifismo contra la invasión rusa a Ucrania. Su discurso hubiera estado muy bien hace dos meses o incluso dos semanas. Pero la guerra ha llegado. Convocar manifestaciones con el no a la guerra como lema, condenar la brutal invasión y mostrar la solidaridad con el pueblo ucraniano son gestos que ya ni sirven de consuelo. Las bombas, las balas y los tanques están destruyendo las ciudades del país. Explorar las vías de la negociación, como reclama el diputado, es viable, pero al mismo tiempo que se facilita desde Europa una defensa para los ucranianos. Bajar los brazos para dialogar, en espera de un gesto caballeroso de Vladímir Putin, suena a irritante ingenuidad, y no parece la solución que debe aportar un partido de izquierdas.

No es necesario recordar la histórica chapuza de dirigentes europeos como Neville Chamberlain, que en 1938 apostó por la vía del diálogo con un loco asesino llamado Adolf Hitler. No hace falta explicar que la resistencia popular, armada con palos, piedras, cañones o azadas, resultó absolutamente decisiva contra la invasión napoleónica. Echenique puede ver «injustificable» la agresión rusa; puede «condenar» la barbarie; puede mostrar todo su «apoyo a Ucrania» y exigir «que deje de haber muertes y sufrimiento». Pero cuando ves que un anciano de 82 años empuña un viejo fusil para defenderse y morir, esas palabras suenan huecas e inútiles sin ayuda eficaz.