En el bar de debajo de casa recaudan fondos para ayudar a Ucrania. Hay una bandera española, una rumana y una ucraniana. «Somos rumanos, pero vamos con Ucrania», me dicen cuando me tomo una cerveza. Las conversaciones en la calle tratan de la guerra en Ucrania. Oigo, como leo en los periódicos, la especulación sobre si Putin actúa de manera racional o no, sobre la OTAN, sobre la posibilidad de la guerra nuclear, escucho a dos en un banco: «Es que imagínate que los rusos vinieran aquí». Nadie habla ya de la pandemia. Y lo que parece más o menos normal también resulta raro por la incongruencia, por cierta sensación de irrealidad.

Uno de Casetas fue a buscar refugiados a Polonia, me cuenta mi madre, y veo otras noticias parecidas en los periódicos y en las redes, como la de un alcalde de Pontevedra que se ofrecía voluntario para combatir. También veo las imágenes terroríficas y las despedidas devastadoras, o las descripciones de la destrucción de las ciudades, de las condiciones durísimas. (Hay momentos para las psicopatologías patrias: ahí está la ministra de Igualdad preocupada «por la posibilidad de un conflicto global con gravísimas consecuencias, particularmente para niños, niñas y mujeres»; quizá se le olvida algo pero tampoco hay que ponerse exigentes). Y veo también vídeos de las manifestaciones en solidaridad con Ucrania, con las imágenes impresionantes de una concentración de Praga.

Una amiga me dice que tiene amigas rusas y ucranianas que se llaman por teléfono estos días. En Eurozine, una asociación de revistas europeas, dicen: sáltate a Putin, habla con los rusos, para romper la burbuja informativa. El enemigo es Putin y no los rusos. Ha habido casos preocupantes en varios países, como el despido del director de orquesta Valery Gergiev por su cercanía a Putin. El Carnegie Hall anunció que no contrataría a intérpretes que hubieran apoyado a Putin, lo mismo que la Metropolitan Opera de Nueva York. De manera aún más incomprensible, se anunció la cancelación (luego revocada) de un curso sobre Dostoievski en la Universidad de Milán y se suspendió una proyección de una película de Tarkovski (basada, por cierto, en una novela de Stanislav Lem, un autor polaco que nació en Lviv, actual Ucrania). Tyler Cowen alertaba: «En todo caso, el macartismo de los años cincuenta es un poco más explicable que la cultura de la cancelación del presente. Al menos intentaba dirigirse a lo que entonces se consideraba una gran amenaza. Dicho esto, el macartismo no es una práctica que Estados Unidos debiera desear revivir. Las cazas de brujas, por naturaleza, no sacan a relucir lo mejor de la gente». Eso vale para todos los países. Zelenski, el heroico presidente de Ucrania, decía que ellos no estaban en contra de la cultura rusa, que no se podía estar en contra de una cultura: es una de las cosas que nos recuerdan nuestra humanidad compartida.