En plena explosión de la pandemia, cuando sus consecuencias nos aterrorizaban porque aún no conocíamos su auténtica dimensión, el periodista Íñigo Domínguez tituló un artículo en el periódico El País: Éramos felices y no lo sabíamos. El título se lo había dado, según él, su peluquero, quien le habló de la normalidad en la que vivía en su Venezuela natal y que de repente se fue por el sumidero: “En esas charlas erráticas, con la radio de fondo, que se tienen en la peluquería, acabamos hablando de cómo de pronto se rompe la normalidad. Me contó cómo fue degenerando la situación, no le quedó otra que emigrar, y cómo ahora cada mañana de su vida recordaba el día que tuvo que cerrar la puerta de su casa e irse, y cómo cada noche sueña con el momento en que volverá a meter la llave en la cerradura y podrá regresar a ella. Se me quedó una frase. Me contó que ha evocado muchas veces cómo era la vida antes de todo, las charlas intrascendentes en el bar, con los amigos, quejándose de esto y lo otro, cómo pasaba el tiempo de forma intrascendente. Y dijo: “Éramos felices y no lo sabíamos”.

Gregor.

Desde que lo leí he recordado muchas veces esa frase y el artículo, que es, creo, la mejor descripción de la pandemia que se ha hecho y quien dice de la pandemia dice de la guerra. De repente todo se va al garete y sin que uno lo espere ni esté preparado para ello se encuentra con que la normalidad en la que vivía no es tal y todo lo que creía imposible le está sucediendo a él. Hace dos años fue la pandemia y ahora es la guerra en Europa (algo que ni imaginábamos) y, entre medias, la erupción de un volcán que arrasa una isla y la de las peores ideas, que creíamos superadas ya pero que regresan del siglo XX para plantearnos la disyuntiva de quienes lo vivieron y sufrieron: fascismo o democracia.

En poco tiempo la Historia se quebrantó y cosas que creíamos ajenas a nosotros están aquí de regreso

Las generaciones de europeos que nacimos después de los años cincuenta del pasado siglo habíamos llegado hasta hoy sin haber conocido una gran guerra ni una pandemia, un privilegio que no tuvo ninguna antes en la historia. En la de España, en concreto, no hubo ningún periodo de más de un cuarto de siglo sin un conflicto bélico o una dictadura, que en el caso de los nacidos después de 1975 ni siquiera llegaron a conocer. Pero de repente la buena suerte se evaporó. En poco tiempo la Historia se quebrantó y cosas que creíamos ajenas a nosotros están aquí de regreso. Primero fue una crisis económica, luego una sanitaria (que aún continúa) y, cuando ya creíamos que íbamos a salir de las dos anteriores, ha llegado una tercera, la guerra entre Ucrania y Rusia cuyo desarrollo y alcance no es fácil vaticinar tal y como están las cosas. Y de repente todos, como el peluquero venezolano de Íñigo Domínguez, hemos despertado de nuestro sueño sobresaltados sin acabar de creer que todo lo que estamos viendo nos esté pasando a nosotros. Y, como él, comenzamos a valorar la felicidad que teníamos pese a que no fuéramos conscientes de ella. Porque la felicidad no era otra cosa que la normalidad, ese “cómo pasaba el tiempo de forma intrascendente, las charlas en el bar con los amigos quejándonos de esto y lo otro” que, cuando lo vivíamos, nos parecía aburrido y falto de emoción y que ahora vemos peligrar, lo que nos hace ponernos nerviosos. Porque la felicidad es eso: poder abrir cada día los ojos sin miedo a hacerlo.