Allá por principios de esta centuria los europeos nos creíamos los tipos más estupendos, ricos y privilegiados del mundo. Subidos en la bonanza y el crecimiento económico, vivíamos felices porque comprábamos casas con hipotecas facilísimas de conseguir, conducíamos coches de alta gama, nos íbamos de viaje a países exóticos y salíamos de tapas los viernes, de cena los sábados y de vermú los domingos. Aupados en la atalaya de marfil del occidente europeo, oteábamos un horizonte despejado y luminoso, aunque pronto nos dirían que «vivíamos por encima de nuestras posibilidades».

Veíamos la miseria de África como algo ajeno y no nos importaba que nuestros teléfonos móviles se fabricaran con minerales que costaban sangre y muerte a los africanos. Gastábamos gasolina sin saber, o sin querer saberlo, que en Nigeria se masacraba a poblaciones enteras para expoliar sus tierras en busca del oro negro o que en Venezuela se enriquecía una casta política corrupta mientras mucha gente lo pasaba muy mal. Calzábamos zapatillas y vestíamos chaquetas de marca a precios excesivos pero asumibles, cerrando los ojos por la manera en que multinacionales sin escrúpulos sometían hasta situaciones cercanas a una verdadera esclavitud a trabajadores de Pakistán, Ceilán o La India, entre ellos a millones de niños que deberían estar en la escuela en lugar de ser explotados en un taller infecto.

Veíamos la miseria de África como algo ajeno y no nos importaba que nuestros teléfonos móviles se fabricaran con minerales que costaban sangre y muerte a los africanos

Nos rasgábamos las vestiduras cuando veíamos en los telediarios a miles de refugiados viajando y muriendo en pateras en las que trataban de huir de la miseria, la guerra, la explotación y la violencia, pero, como eran «negros y moros» seguíamos a lo nuestro, como si la vida de esos seres humanos nada tuviera que ver con nosotros.

Consentíamos o hacíamos la vista gorda ante la flagrante corrupción de los «jordipujoles», de los «juancarlosdeborbón» y de tantos otros «próceres» de la patria de banderita cuatribarrada o rojigualda y cartera, mientras aplaudíamos e incluso queríamos ser «triunfadores» como los «marioconde» o los «rodrigorato» de turno (los pongo en cursiva y entre comillas para que no me den arcadas de asco).

En esa vorágine de efímeros brillos, la guerra era cosa que no nos competía, porque creíamos que nunca llegaría hasta la vieja y próspera Europa occidental; pero estos últimos años están resultando un sinvivir. La crisis, la pandemia y ahora la guerra, por obra y gracia de un sátrapa como el presidente ruso, ya está aquí. Dos guerras mundiales y decenas de guerras regionales después, no hemos aprendido nada.