Mi hija dibuja una paloma de la paz, minuciosamente, tomándose su tiempo. Observo con detalle sus trazos y descubro que la ha dibujado sangrando de un ala. Sí, la paloma de la paz está herida, como nuestro presente. Inconscientemente, me asalta un recuerdo de mi infancia. Vuelvo a ser un niño, en casa de mis padres, cuando escucho el piar de un pájaro a través de la ventana y acudo a su encuentro. Un gorrión ha caído sobre el suelo de la terraza y se retuerce y se tambalea sin poder incorporarse. Al parecer, se ha lastimado un ala. Lo tomo entre mis manos sin dudar, es precioso, muy pequeño, apenas un polluelo, y lo llevo al interior con determinación. Lo alojo en el bidet del baño, que sinceramente nunca se ha usado mucho, pero me parece perfecto como nido para un gorrión herido. Le curo como buenamente puedo y le llevo agua y comida. Mis padres y mis hermanos no tardan en adoptarlo también.

En aquella época no teníamos ningún animal doméstico, así que el pequeño gorrión se convierte en una fiesta

En aquella época no teníamos ningún animal doméstico, así que el pequeño gorrión se convierte en una fiesta. Tras varios días de mimos y cuidados, estimamos que ya está preparado para volar. Aunque no las tengo todas conmigo. Decido llevarlo a la terraza, en las palmas de mis manos, y le digo: «Vuela, vuela». Me mira como asintiendo, pero sigue encogido sobre mis manos. Igual necesita un empujón. Sin pensar, muevo las manos hacia arriba, y el gorrión echa a volar y se pierde en el cielo. Lo veo alejarse y entro en casa con la tranquilidad del deber cumplido. Minutos después, escuchamos un abrumador trinar de pájaros. Salimos todos a la terraza y nos encontramos a unos veinte gorriones dando vueltas en el cielo y gorjeando como locos. Nuestro gorrión se acerca y revolotea sobre nuestras cabezas, agradecido y feliz. Después vuelve con su familia, dan un par de vueltas por el cielo y se alejan. Todavía me caen lágrimas al recordarlo.