Un 1% del crecimiento del PIB mundial. Eso es lo que costará la guerra de Ucrania al conjunto de las economías del planeta, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). La factura será mayor en Europa, por su dependencia del gas y del petróleo ruso: el organismo internacional apunta a que la guerra reducirá el 1,4% el crecimiento económico europeo. Al margen de la exactitud con la que hay que tomarse estas cifras cuando el enfrentamiento todavía sigue abierto, sirven para hacerse una idea de la magnitud de las consecuencias económicas del conflicto. Antes de la invasión, la OCDE estimaba para este año un crecimiento del 4,5% del PIB mundial. Teóricamente, el fantasma de la recesión está lejos, pero ello no quiere decir que los efectos de la guerra no sean especialmente dañinos en determinados sectores, como el transporte o la agricultura. La inflación, para la que el mismo informe prevé un aumento del 2,5%, restará fuerza a la recuperación pospandémica y obligará a los bancos centrales y a los gobiernos a adoptar medidas (la Reserva Federal de Estados Unidos ya ha subido esta semana los tipos de interés, por primera vez desde 2018).

Cuando la Unión Europea y Estados Unidos aprobaron aplicar sanciones económicas contra Rusia por la invasión de Ucrania, lo hicieron plenamente conscientes de que el golpe acabaría teniendo camino de retorno. El objetivo principal de aislar financieramente al régimen de Vladímir Putin y acorralar a la élite económica que lo sustenta está teniendo resultados en la economía rusa: el rublo se ha derrumbado, numerosas multinacionales han abandonado el país y su deuda ha pasado a calificarse como bono basura . Rusia ha logrado esquivar el primer peligro de suspensión de pagos (default), aunque no está tan claro que pueda hacer frente a los siguientes vencimientos de bonos. En un mundo globalizado, es inevitable que la asfixia económica de Rusia tenga también efectos en los propios países que la impulsan. Y más allá de las sanciones aprobadas, el conflicto bélico acarrea consecuencias, como la caída de las exportaciones de trigo y otros cereales procedentes de dos grandes productores como son Rusia y Ucrania. Todo ello se traduce en una subida de precios en general, muy especialmente de los energéticos, en Europa. El riesgo de que el malestar ciudadano por el encarecimiento de productos básicos sea aprovechado por los populismos no debe menospreciarse.

La UE no podía adoptar otra decisión que frenar las ambiciones expansionistas de Putin y ayudar a Ucrania a defenderse de un ataque ilegal, pero esta ayuda tiene su coste, como intentan explicar las instituciones europeas, con mayor o menor fortuna, cuando piden un «esfuerzo» a la sociedad. La misma sociedad que, por otra parte, está siendo ejemplar en su solidaridad con los refugiados ucranianos. El esfuerzo que puedan hacer los ciudadanos, sin embargo, no debe ir solo. Europa deberá hacer algo más que «bajar la calefacción» para reducir el consumo de gas ruso, como propuso el alto representante de la UE para Política Exterior, Josep Borrell. Acelerar el proyecto del gasoducto Midcat entre España y Francia, por ejemplo. O adoptar medidas urgentes para contener los precios de la electricidad, el gas y la gasolina. El Gobierno español se ha comprometido a hacerlo, pero se emplaza a la reunión del Consejo Europeo del próximo día 29. Los países europeos han demorado por demasiado tiempo un auténtico debate energético. La guerra de Ucrania evidencia el error de no haberlo hecho antes.