La sombra que acecha detrás de un arbusto, ese vehículo que se detiene un poco más allá, una mirada maliciosa al cruce... todo un mundo de sospechas y amenazas latentes que atañen a la mujer que se aventura a entrenarse en solitario o a realizar sin mayor protección cualquier actividad en campo abierto. Son cuestiones de las que permanece casi completamente libre el género masculino, habituado a hacer deporte al aire libre sin ninguna preocupación ni prevención; un riesgo de agresión potencial que los varones únicamente tienen en cuenta cuando en el trance pueda estar involucrada alguna persona de su círculo familiar. Desde siempre, en el imaginario colectivo subyace la idea de que la seguridad de la mujer está ceñida a su entorno más próximo; un paternalismo, quizá extemporáneo, augura que fuera del hogar le espera un mundo hostil, pleno de desafíos que es preciso eludir, antes que afrontar. Por desgracia, los hechos evidencian que la inseguridad es muy real y que la posibilidad de acoso o de sufrir una agresión es muy elevada cuando una mujer se aventura sola, tanto en el ámbito urbano como, aún peor, lejos de los dominios en donde no existe la opción de recibir ayuda rápidamente. Y no solo cabe citar actividades deportivas, como atletismo y senderismo, sino también el ejercicio de ciertas profesiones, como el de la ornitología, que requiere aislamiento y permanencia alejada del mundanal ruido, salvo que el propio retiro garantice pasar desapercibida ante solapados maleantes. Ninguno de los techos de cristal que impiden la plena equiparación de género es fácil de romper, pero este, el miedo a salir sola, parece particularmente sólido y cimentado en una trascendencia social que lo justifica con tan sólidos argumentos como la estadística: un amplísimo índice de eventos criminales con la mujer como víctima.