Era el verdugo más reclamado del reino. Nadie manejaba el hacha como él. Nadie había cortado tantas cabezas como él. Su abuelo había sido verdugo. Su padre había sido verdugo. Y ya se sabe, de tal palo, con hacha, tal astilla… con hachilla. Realizaba su trabajo con una precisión y frialdad extremas. Y por increíble que parezca, nunca se había puesto en el lugar del ajusticiado. Sin embargo, esto cambiaría un día… Por una falsa inculpación, dos maestros espirituales, uno anciano y otro joven, fueron condenados por un crimen que no habían cometido. Ellos insistieron en su completa inocencia, pero el rey se negó a creerles. La ejecución iba a llevarse a cabo en la plaza pública. Encadenado, el maestro joven se agachó y colocó la cabeza en la posición adecuada. Implacable y frío, como de costumbre, sin atisbo de piedad, el verdugo alzó el hacha. Pero en ese momento el maestro anciano invocó al poder cósmico, y consiguió que, por unos instantes, las mentes del verdugo y del maestro joven se intercambiaran. De súbito, el verdugo se encontró con la cabeza preparada para que el hacha la cortase. Aterrado, comenzó a suplicar, a gritar que era inocente, pero nadie le escuchaba. Por primera vez, en su dilatada vida, se daba cuenta de lo que sentía una persona a punto de ser ejecutada. Al mismo tiempo, el maestro joven se encontró con el hacha, con el verdugo a su merced. Sin embargo, sintió compasión y bajó el arma. Todo el mundo se quedó boquiabierto. El rey, muy sorprendido, decidió aplazar la ejecución un día. Por fortuna, en esas horas de demora se encontraron a los verdaderos asesinos, y los maestros espirituales fueron puestos en libertad. Sin embargo, el verdugo no volvió a ser el que era. Abandonó su reino, su profesión, y se convirtió… en cuentacuentos. Dicen que lo han visto en algunas plazas, en bibliotecas, en columnas, contando historias, historias como esta.