Valentina, coge lo más imprescindible. Hay que salir de aquí. Este lugar ya no es seguro y si nos quedamos podemos perder la vida. ¡Apúrate, por favor! No malgastes tiempo –dijo una voz que parecía la de su marido.

Valentina se apresuraba a llenar una maleta con todo lo que podía, pero estaba claro que el tamaño de la misma no le daba para meter toda una vida.

–Pero esta casa la hemos hecho con esfuerzo, sudores e ilusiones y todo eso no puedo meterlo en un simple bolso de viaje. Nuestra vida es mucho más. –Se quejaba Valentina–. Me pides que abandonemos nuestra historia, la de nuestra familia, recuerdos, tristezas y alegrías. ¿Volveremos de nuevo a entrar en esta casa? –Se preguntaba en voz alta la mujer, mientras hacía partícipe a su marido de todos sus miedos. Aunque también tenía claro que, en esta dramática situación, sería ella quien tuviese que tirar del carro, como siempre.

¿Qué se le podía decir a Valentina contra esto? Tenía 60 años, no recordaba cuando empezó a trabajar. Lo hizo en lo que podía, no tenía estudios, pero con conocimientos innatos había conseguido mantener a su hijo y tener la casa que ahora le pedían que abandonase. ¿Qué delito había cometido? ¿Por qué se le castigaba de forma tan cruel?

Alguien, no sabía quién, desde algún lugar tiraba bombas y el trabajo de mil años quedaba destruido. Desaparecían hasta los recuerdos y, con paso cansado, tomaba el camino de no se sabe dónde. Iba a encontrarse con gente que no conocía. Sus vecinos, amigos, todos huían y lo único que tenían eran lágrimas que barrían sus caras. Esas lágrimas que les llegaban a los ojos desde el mismo corazón. Y le venía a la mente que también dejaban solos e indefensos a sus difuntos: padres, abuelos y lo más importante a su hijo. Al menos no verían cómo esa tierra que habían trabajado con denuedo, la pisaban sin ningún respeto una gente que ni siquiera sabían el porqué estaban allí.

Alguien le contó que a sus vecinos los rusos su mandamás Putin les habían dicho que ellos los ucranianos eran un gran peligro y, eso, no se podía permitir. Valentina se miraba las manos y decía:

–¿Que yo soy un peligro para alguien? Pero si el único daño que hago yo es a mis huesos que ya ni me responden. Es broma lo que me dices. Me estás engañando.

Pero esa y no otra era la realidad. Putin temía a Valentina, la consideraba un peligro para su dominio. ¿Podemos imaginar un escenario como ese? Con toda seguridad esta era una fantasía que sin duda merecía la pena que fuese cierta, sin embargo, la realidad es que miles de Valentinas salían de sus casas y no sabían por qué lo hacían ni dónde el destino las iba a llevar. ¡Cómo iban a entenderlo!, si muchas de ellas habían utilizado sus últimos ahorros para comprar un trozo de tierra que las acogiese al final de sus vidas. Querían descansar en el lugar que las vio nacer y hasta eso les quitaba el tal Putin.

Pero aquí no debe terminar la historia de las Valentinas. Todos tenemos el compromiso y la responsabilidad de devolverles las llaves de sus casas y que puedan regresar a ellas con la tranquilidad de que no van a encontrar a más Putines en sus vidas, y sí la libertad y la convivencia.

Kofi Annan, exsecretario general de Naciones Unidas, a este respecto hace la siguiente reflexión: «Los derechos humanos son la regla mediante la cual se mide el progreso humano y el mundo no puede quedarse a un lado cuando se cometen atentados graves y masivos de los derechos humanos, y para que su intervención cuente con el apoyo de los pueblos debe basarse en principios legítimos aplicables con independencia de la región o de la nación de que se trate».

Estamos sufriendo unos momentos poco entendibles para países como el nuestro y el conjunto de los que forman la Unión Europea, al menos casi todos, pero es que cuando las naciones están viviendo en paz, cuando los debates se basan en cómo optimizar los servicios para una mejor vida de sus ciudadanos, es curioso que aparezcan movimientos políticos y sociales que pretendan jugar a la inversa y lo cierto es que esto sucede en un proceso que se aleja del reconocimiento de derechos y libertades de los ciudadanos, así como la renuncia de la igualdad de las personas, tal y como garantiza la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en sus artículos 1, 2 y 3, sin entrar en matices que puedan derivarse del resto de los artículos.

Y estos movimientos, a los que me niego a llamar políticos, son de raíz autoritaria y discriminatoria. Son los que en estos últimos tiempos han evolucionado sin que los ciudadanos, de la mayoría de los países en los que han aparecido, hayan considerado que sean un ataque directo a la democracia. Es en esta situación en la que personajes como Putin han visto su mejor oportunidad y no se lo han pensado.

Da la sensación de que no pudiésemos vivir mucho tiempo en paz y echásemos de menos entrar en guerra con cualquier excusa. Si revisamos la historia del mundo veremos cómo es muy difícil encontrar grandes espacios temporales en los que la paz fuese la norma en la que vivir, siempre aparece alguien que cree poder conquistar el mundo y ponerlo a sus pies, sin embargo, estos nunca se han preguntado para qué lo hacen, pues todos terminamos de la misma manera: enterrados.

Por todo esto, de qué sirven los odios, las ambiciones sin medida y el sacrificio de los demás, nunca el de ellos. Por tanto, basta ya de tanto líder guerrero, hagamos de este Putin el último y demos espacio a la libertad de las Valentinas. Estas sí merecen la pena.