El historiador Tony Judt señalaba como una de las características del pasado siglo XX «el auge y posterior caída del Estado», bien fuera ésta en su versión del Estado de Bienestar o bien en los otrora fuertes estados de signo totalitario, tanto en su versión fascista como estalinista. Y es cierto, puesto que, en la actualidad, como afirmaba Judt, «el discurso público estándar», pretende reducir drásticamente el papel del Estado, presentándolo como «fuente de ineficacia económica e intromisión social que convenía excluir de los asuntos de los ciudadanos siempre que fuera posible».

A esta situación se ha llegado como consecuencia de la irrupción imparable de los supuestos dogmas neoliberales, los mismos que propagan el mantra perverso de que hay que reducir los impuestos progresivos convirtiéndolos en impuestos indirectos y regresivos, aquellos que gravan más las compras que la riqueza, lo cual ha reducido proporcionalmente la capacidad económica de los Estados limitando así su necesaria función de impulsar políticas de justicia redistributiva. De igual modo, en estas fechas se ha puesto en cuestión la labor de los Estados en una materia tan sensible como es la salud pública por parte de delirantes actitudes negacionistas ante la pandemia del covid-19 y las campañas de vacunación de la ciudadanía, alegando una «intromisión» estatal en las libertades individuales, una actitud ésta tan reaccionaria como inaceptable.

Organismo poderoso

Lejos queda aquella imagen del Estado como «un organismo poderoso, con una variedad de recursos a su disposición y con autonomía suficiente para conseguir nuevos recursos en caso de necesidad». Pero, como señalaba Jesús Rodríguez Barrio, después de varias décadas de políticas neoliberales, con sus sucesivas rebajas de impuestos, con la liquidación de buena parte de la propiedad pública y la externalización de los servicios públicos, se ha colocado al Estado en una situación cada vez más marginal dentro de la actividad económica en nuestro mundo globalizado. Así quedó patente tras el estallido de la crisis financiera de 2008 en la que se evidenció que, para hacerle frente, los Estados carecían de empresas públicas potentes y de que sus ingresos fiscales eran insuficientes para acometer programas de inversión ambiciosos. Y, así las cosas, unos Estados reducidos por las políticas neoliberales a la «impotencia fiscal», tuvieron que hacer frente a los efectos de la crisis más profunda desde la Segunda Guerra Mundial y, en algunos casos, debieron de hacerlo privados de buena parte de sus instrumentos de política económica. Y, sin embargo, en estas circunstancias, se llegó a la hipocresía de que, como recordaba Jesús Rodríguez Barrio, «hasta los neoliberales más extremos exigieron la intervención de los bancos centrales y los gobiernos para salvar el sistema financiero mundial».

Contra estas actitudes, resulta necesario reivindicar la labor del Estado, entendiendo por tal el Estado de bienestar de signo socialdemócrata

Contra estas actitudes, resulta necesario reivindicar la labor del Estado, entendiendo por tal el Estado de bienestar de signo socialdemócrata. Así, según Nicholas Barr, el Estado «es un dispositivo de eficiencia contra los fallos del mercado», a lo que Judt añade, además que éste es «una forma prudente de atajar los riesgos sociales y políticos que entraña una desigualdad [social] excesiva». De hecho, observando las consecuencias de la revolución neoliberal aplicada por Margaret Thatcher en Gran Bretaña, Tony Judt se reafirmaba en la idea de que «sólo un Estado es capaz de proporcionar los servicios y condiciones a través de las cuales sus ciudadanos pueden aspirar a una vida buena y plena», algo que el mercado, y menos el mercado global, nunca sería capaz de lograr.

Por todo ello, resulta necesario reivindicar el papel y la vigencia del Estado como «institución intermedia» pues, dado que las fuerzas económicas son internacionales, la única institución que puede interponerse eficazmente entre estas fuerzas y los ciudadanos, es el Estado nacional. Y más aún, dado que «el libre flujo de capital amenaza la autoridad soberana de los estados democráticos, resulta necesario reforzarlos» para, en opinión de Judt, «no rendirnos al canto de sirena de los mercados internacionales, la sociedad global o las comunidades trasnacionales». Es por ello que tenía razón cuando Cicerón decía que «el buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretenda hacerse superior a las leyes». El Estado necesario debe hacer una defensa cerrada de las políticas sociales para legitimarse en este incierto siglo XXI. De hecho, el Estado de bienestar impulsó las reformas sociales de la posguerra en Europa en buena medida como barrera para impedir el descontento social alentado en los años de entreguerras por los partidos totalitarios de uno u otro signo. Y, por ello, a modo de advertencia hay que recordar que el actual desmantelamiento parcial del Estado de bienestar y de las reformas y avances a él inherentes, no está exento de riesgos y uno de ellos es el aumento de las desigualdades sociales y el deterioro de las condiciones de vida de los sectores y colectivos más vulnerables pues, como muy bien sabían los reformadores sociales del s. XIX, si la «cuestión social» no se aborda, no por ello desaparece, sino que ésta busca respuestas más radicales y desestabilizadoras.

Conclusión

A modo de conclusión, y aun siendo conscientes de que, ante las actuales crisis globales, bien sean estas económicas, financieras, humanitarias o sanitarias, no valen soluciones exclusivamente nacionales, no por ello el papel del Estado deja de ser necesario, pero siempre y cuando sea capaz de aportar a sus ciudadanos unas condiciones de vida razonables que ofrezcan un futuro de bienestar (servicios públicos amplios, fiscalidad progresiva, pensiones dignas) que lo legitimen, pues ciertamente, en nuestro mundo globalizado, un Estado defensor de políticas sociales y de la justicia redistributiva, resulta más necesario que nunca.