La luz ha vivido sin adversario demasiado tiempo, tanto que ni siquiera sabemos qué adversario sería ese. Sobra decir que vivir sin rival otorga una supremacía notable, duradera. Pero un día los auges también declinan. Por primera vez, después de siglos de esplendor y progreso, incluso de millones de metáforas entusiastas, la luz despierta inquietud, dudas, gastos. Por supuesto, mantiene intactas sus ventajas. Se ve todo mejor gracias a ella, qué duda cabe. Pero ya no es lo mismo. Demasiado cara. Es como si el alto precio del kilovatio afectase al tradicional prestigio de la claridad misma. ¿Y si, por variar, diésemos un voto de confianza a la oscuridad, y con ella a la ignorancia, los secretos, el embrollo?

Al comienzo de Pregúntale al polvo, de John Fante, el protagonista, Arturo Bandini, cuenta que una noche estaba sentado en la cama de la pensión en la que se hospedaba, en Los Ángeles. Era una noche de vital importancia para él, ya que debía tomar una decisión relativa a la pensión. «O pagaba o me iba: es lo que decía la nota, la nota que la dueña me había deslizado por debajo de la puerta. Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví apagando la luz y echándome a dormir», dice el protagonista. Ese modo en el que se precipita a la oscuridad casi por amor, y a continuación al sueño, como si ahí se hallase la solución a muchos problemas, aparece en otros muchos libros y vidas. Hay siempre un momento en el que la oscuridad nos tienta, y nos parece que lo que necesitamos es no ver, no saber, no sentir.

A su manera, la oscuridad provee. Quién no se fue a la cama como Bandini, hundiéndose en la negrura, con la esperanza de que, al levantarse por la mañana, las cosas estuviesen en orden, arregladas, sin haber hecho nada en persona por componerlas. Semanas atrás lo leí de nuevo, esta vez en Bel Ami, de Guy de Maupassant. El protagonista de la novela, después de tratar de escribir en balde su primer artículo de prensa, lanzó al azar un beso a la oscuridad y cerró la ventana, se desnudó y se dijo para sí: «Bah, estaré en mejor disposición mañana por la mañana. Esta noche no tengo la cabeza despejada». Después se metió en la cama, sopló la vela y se quedó dormido casi enseguida. Asunto casi resuelto.

Digamos que a la luz le ha caído encima un inesperado escepticismo. Sí, es muy útil y cómoda, y hace que todo a tu alrededor funcione, pero de ahí a ponerla por las nubes… No olvidemos que, a la postre, nada hay más negro y retorcido que la factura de las eléctricas que abonamos cada mes. Al fin, en la larga batalla que mantienen la luz y la oscuridad a lo largo de los siglos, la segunda recorta terreno. Bajo este nuevo escenario, quizás hasta nos parezca que habría que dar una oportunidad no solo a la oscuridad, sino a sus derivaciones: la noche, las tinieblas, la negrura, la turbiedad. Están mucho mejor de precio. Seamos francos, algunas cosas empiezan a resultarnos vagamente interesantes, pese a no ser las más bonitas, solo porque son baratísimas. H