Los votantes de Twitter son fáciles de identificar porque siempre tienen razón. La red asocial está tan degradada que no puede rescatarla ni todo el oro del mundo, véase Elon Musk. De ahí que el asombro ante la adquisición no haya revalorizado a la empresa de cotización reducida a la mitad, sino que se ha centrado en determinar qué tipo de locura empuja a adquirirla.

La respuesta es sencilla, existen numerosos planetas pero ninguno es tan divertido como este. No se necesitaba al hombre más rico de la historia para comprobar que insultar a un vecino ruidoso es más apasionante que viajar al espacio, tal vez la aventura más tediosa que ha emprendido la humanidad. Su único atractivo consiste en contarlo a la vuelta, si el ingenio no estalla a la ida.

Gregor

El aterrizaje de Elon Musk en Twitter, la meca del cotilleo, arrincona sus proyectos revolucionarios para centrarlo en la actividad impagable de hablar mal del prójimo. Desde el espacio, Bill Gates no te oye. En tierra, su rival le ha reprochado las proezas sexuales que le condujeron al divorcio. Además, al impulsor del coche eléctrico más contaminante que el vehículo de gasolina le asiste la lógica de que ya tiene como seguidores a la mitad de los doscientos millones de trabajadores gratuitos de la red social, también llamados usuarios.

Con la visión espacial a medias, la misión terrenal de Musk consiste en devolverle su cuenta a Trump, que se autoproclamó el Hemingway de Twitter por si alguien duda sobre el concepto de calidad literaria imperante en la red asocial. La empresa recuperará la libertad de mala expresión pero, de nuevo, la clave consiste en el pésimo atractivo de los mundos deshabitados para los polemistas.

En otra prueba del triunfo de los métodos chinos del control de las masas, vuelve a calificarse de filantropía la compra del ágora planetaria por un solo hombre, caracterizado por su pésima educación. La democracia ha propiciado la mayor concentración de poder que vieron los tiempos, el espacio exterior puede esperar.