El Periódico de Aragón

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Y llegó el día. Siempre llega. Es inevitable. Triste, frío, desangelado. El encuentro puede ser en el bar o en la plaza. Quizá paseando al perro. Donde sea. Llega el vecino portando nuevas noticias. «¿No te has enterado?».

De repente enjuga esas palabras que te desnudan, te despojan de tu ser. Anuncia la llegada de los otros, esos extraños que te arrebatan tu trono. Dejas de ser el último, ese puesto que nadie pretende hasta que te cuelgan el farolillo en el pueblo. Eres el recién llegado arrancándole ese honor a otro hasta que alguien te lo quita a ti.

A mí me sucedieron Ibrahim y Gemma y su pequeño Darío, que aún siguen por aquí, como yo había apartado del reinado a los breves Jesús y Dominique. Luego llegaron los guapísimos Anna y Roger. Por medio terminó de mudarse Silvia desde Graus. La novedad aterrizó más tarde con una pareja bautizada los de Casa Filipo. Ostentaban su ministerio hasta que hace nada llegó el venezolano. A secas. Sin nombre.

Todos los que nos hemos venido al pueblo tenemos que pasar el mismo ritual. Ser el último. Eso conlleva unas responsabilidades que hay que aceptar sin remisión. Te guste o no, tienes que pasar por la observación de unos desconocidos que adhieren conclusiones de ti por dos vistazos. Ríete tú del Pegasus ese. Tus primeros movimientos van a ser clave, así que ya puedes ser simpático, empático y sacar sonrisa. Puede ser pesado si no te gusta ser vigilado y juzgado, pero terminas aceptándolo y hasta disfrutando ese proceso de aceptación social.

Así que cuando te arrancan ese papel, pasas de turno en la fila, la curiosidad pasa a otro objetivo, pierdes cierta identidad para convertirte en otra cosa. Tanto que puedes sentir envidia por esos que han tenido que venir para quitarte tu estatus.

Es el momento de redefinirte, aunque ya lo harán otros por ti. Tu nuevo rol será el que sea, el que te hayas ganado… pero nunca más volverás a ser el último. Con el paso del tiempo, notarás que eres uno más cuando empiezas a ojear a los recién llegados como sentías que te miraban a ti. Pasas de espiado a espía.

Los últimos no existen en las ciudades, ni en los pueblos medianos. Se pierden en la multitud. Pueden adormilarse en el anonimato. Los últimos solo crecemos en esos diminutos que pierden población, esos lugares en peligro de desaparecer, donde eres titular de tertulias porque eres excepción. Ojalá nadie tuviera que hablar de ellos, porque eso significará que somos norma. O, al menos, que los relevos sean rápidos. Como pasa en Tolva. Ser más. Vivir.

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