El Periódico de Aragón

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Olga Bernad

Hoguera de manzanas

Olga Bernad

Vuelo sobre el mar

Se cumple el 20 de mayo el aniversario de una de esas aparentes locuras que me gusta recordar. Quizá deberíamos inspirarnos más a menudo en las victorias, tan mal vistas por la autocomplaciente estética del «lo importante es participar». Lo importante es tener alguna pasión verdadera y que nunca sepamos hasta dónde va a llevarnos: a mister Lindbergh le llevó de Nueva York a París en 1927. Un hombre, una fe y unos cuantos pilotos previamente muertos que no consiguieron convertir esa fe en duda razonable. Porque su idea no tenía nada que ver con la locura, sino con la valentía, el deseo, la incertidumbre, la esperanza y la razón. Todos los mares procelosos sobre los que debe mantenerse a flote el convencimiento.

Su éxito se forjó lentamente, mientras abandonaba sus estudios para hacerse piloto, mientras se bautizaba de aire en pie sobre las alas, mientras agotaba el combustible de aviones que iban a estrellarse para que no se prendieran fuego. Uno no hace todo eso porque sí, uno tal vez lo hace para que en su momento la suerte le sonría con una sonrisa mucho más bella que la mueca de los incrédulos, los que aplauden solo al final y solo si no te matas.

Cuentan que durante el vuelo, que duró en total más de treinta y cinco horas, el cansancio le hizo hablar con sus fantasmas. Que solo llevó cinco bocadillos y cinco litros de agua porque, si llegaba a París, no necesitaría más. Si no llegaba, tampoco. Que solo podía llevar un hombre y un motor para evitar peso, que calculó y no solo soñó. Que tenía razón.

Se equivocó seguramente en muchas otras cosas y la suerte no le sonrió para siempre, pero esas horas de vuelo sobre el mar son más valiosas que la vida entera de algunos hombres y su completa traición a sí mismos. Qué fácil era perderse en el Atlántico, qué sencillo no haber empezado a volar.

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