El Periódico de Aragón

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María José González

El mundo no es un lugar

A la vista del título que he elegido para hoy, ustedes podrían pensar que simplemente obedece a un intento de llamar la atención. Y si bien admito que eso no estaría nada mal, la verdadera razón es que no se me ha ocurrido nada mejor para trasladarles lo que tengo en mente. El jurista francés Pierre Legendre, de quien es imposible no aprender, asegura que hay «palabras que nos fabrican». Él se refiere a que «nos fabrican» como sociedad y con ello alude a la idea de que ciertos discursos y textos nos configuran como cultura.

Cada cultura «adora» unos textos y «repudia» otros, ese amor y ese repudio es el que le constituye como cultura en oposición al resto. Con ser eso así, cosa de la que estoy convencida –baste pensar en lo que significan los textos sagrados para las religiones y lo que sus respectivos textos jurídicos aportan también de fundacional– entiendo que ello es también aplicable a cada uno de nosotros no como conjunto sino como individuos. Sí, hay palabras que nos fabrican en el sentido de que nos elevan al cielo o nos hacen descender a los infiernos, nos divierten o nos aburren sobremanera. Incluso, cómo no, tenemos palabras favoritas que a veces, para mal de todos, acaban convertidas en muletillas que ventilan nuestras carencias.

Está claro que somos bastante poca cosa sin las palabras, pero no es menos cierto que no es fácil saber qué hacer cuando las palabras no son suficientes, cuando incumplen su función fundamental: alterar el estado de las cosas, cambiar las situaciones, hacer y deshacer enredos y entuertos. Hay, por supuesto, muchos tipos de palabras, hay palabras que son delito, otras que son pecado, las soñadoras viven en poemas, las solemnes en normas…

Hay palabras para todos los gustos, incluso los colores son palabras. Visto de ese modo hay que reconocer que las palabras son mágicas. No obstante, no caigamos en el frecuente error de creer que lo contrario a las palabras es el silencio. Y es que no es raro encontrar personas parlanchinas escondidas tras montañas de palabras a las que recurren para esconderse. Hablar es una contrastada técnica para callar, para protegerse de preguntas no deseadas y ocultar así respuestas atesoradas.

Las palabras lo son casi todo, tanto que incluso pueden llegar a ser cárceles. Cárceles sí tenemos pocas porque solo nos moveremos en ellas y de ellas dependeremos, pero cárceles también porque las palabras tienen algo de tiranas, nos conducen a una emoción, a un dolor, a un lugar y ahí nos dejan, aprisionados. Por ejemplo, si digo que el mundo es un lugar ahí se cierra todo y la palabra ‘lugar’ me impide ver que no, que el mundo es mucho más.

A mí, por ejemplo, me parece más exacto decir que el mundo es un proceso, un proceso porque solo alberga procesos y todo lo que alberga lo son. Pero, pese a su innegable potestad, las palabras no son omnipotentes. La prueba de ello la tienen en el arte. Donde ellas no llegan llega el arte: la pintura, la música, la arquitectura y, sobre todo, el arte de amar. También en ese, a menudo, faltan o sobran las palabras.

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