El Periódico de Aragón

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Juan Gaitán

La máscara del poder

A veces no hay mucho más que ver sino la sombra de la luz. Se enmarañan los diarios, las imágenes, las voces, enfocadas en ella. Todo se vuelve hacia los poderosos. Miradlos atentamente. Están ahí, todos con el mismo gesto, aquello que Agustín García Calvo llamó «la cara del que sabe».

A mí siempre me había llamado la atención que en los poderosos, en los ganadores, en los que han triunfado y tienen preeminencia, se les dibuja en el rostro un gesto de difícil definición, a mitad de camino entre la superioridad y la autocomplacencia, si no tenemos en cuenta que la autocomplacencia ya es, en sí misma, un modo de sentir y manifestar superioridad.

He leído en los últimos días varios estudios que parecen demostrar que los poderosos actúan de forma mucho más desinhibida que los demás y sienten que tienen «derecho» a ir un palmo por encima, incluso en las normas. Es la llamada «paradoja del poder», la que hace que, cuando lo alcanzas, pierdas las cualidades que te llevaron a él. Montesquieu pensaba que «quien tiene el poder tiende a abusar de él», y seguramente para minimizar en lo posible el impacto estableció su famoso reparto de poderes, aunque algunos autores señalan que no se le ocurrió a él, sino que lo adoptó tras ver el funcionamiento de las logias masónicas, donde ya había sido establecido con anterioridad. Sea como fuere, en mi pueblo lo dicen de manera más sencilla pero no menos contundente: «Si quieres saber quién es fulanillo, dale un carguillo».

A fuerza de ir contracorriente, cosa que me es tan frecuente, yo siempre he pensado que el poder no cambia, solo desenmascara. Aunque los estudios de los que he hablado antes aseveren que «quien experimenta el poder adopta un estado mental particular que puede favorecer un comportamiento más egocéntrico y menos civilizado», yo creo que es difícil que a partir de cierta edad se nos «instale» en la personalidad algo que no tuviésemos ya. Aquí la cuestión es siempre cuánto de oculto estaba, no su «aparición». No brota el despotismo, en cualquiera de sus intensidades, si no estaba ya latente en nuestra manera de ser.

Como los animales de manada que finalmente somos, estamos diseñados para seguir a un líder o para intentar ostentar el liderazgo. Los que optan al poder, generalmente, tienen ya un marcado rasgo dominante. Volviendo a citar el poema de García Calvo, «en la foto del jefe de estado/ que fija el instante (…) trazada en su frente la puedes ver/ la marca del que sabe». La hemos visto estos días en Madrid, en los telediarios, en los periódicos, en todas partes, sombra que oculta toda luz, preparando, con una sonrisa de suficiencia, el mundo para tiempos terribles.

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