El Periódico de Aragón

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José Ramón Villanueva

El artículo del día

José Ramón Villanueva Herrero

Totalitarios

La ciudadanía ha de tener una capacidad crítica para desarrollar una acción política responsable

Fue la filósofa Hannah Arendt quien estudió en profundidad el problema del mal que, en el ámbito político asociaba al concepto de «totalitarismo», término bajo el cual unió el análisis del nazismo y del estalinismo soviético, sobre todo en los rasgos psicológicos y morales que a ambos les son comunes tales como el dominio y el terror que ejercen sobre los ciudadanos. Su libro El origen del totalitarismo (1951) es revelador en este sentido.

Pese al antagonismo ideológico entre el nazismo y el estalinismo, ambos regímenes totalitarios coinciden, como recordaba Mónica Marcela Guatibonza, en pretender la absoluta obediencia y adoctrinamiento de la ciudadanía, y son el resultado de la deshumanización representada por la ausencia de pensamiento crítico y reflexión. Por su parte, el historiador Tony Judt abunda en esta misma idea al señalar que, pese a sus diferencias, tanto Hitler como Stalin «hablaban el mismo lenguaje, el de la violencia», razón por la cual «despreciaban los ideales jeffersianos del gobierno popular, el debate razonado, la libertad de expresión, el sistema judicial independiente y las elecciones libres» dado que ambos «aplastaban a sus enemigos sin piedad».

En este contexto, Hannah Arendt acuñó el concepto de «banalidad del mal», entendiendo por tal cuando la persona pierde toda capacidad de pensar y reflexionar sobre los actos a los que se enfrenta, cuando los seres humanos aceptan de forma irreflexiva cualquier criterio, por inhumano que este sea. Ahí está el ejemplo de la obediencia ciega exigida tanto por el nazismo como por el estalinismo y que condujo a las páginas más trágicas de nuestra historia reciente: el Holocausto (en hebreo, Shoah) y las purgas y gulags estalinistas.

Hannah Arendt introdujo también el concepto de «mal radical», lo cual supone la perversidad en su máxima expresión, un horror indecible que no puede ser perdonado, y que ella personalizaba en la figura de Adolf Eichmann, el criminal nazi que fue uno de los principales organizadores de la Solución Final que supuso el asesinato de 6 millones de judíos durante la II Guerra Mundial y que Arendt definió, obviando a Hitler y a Stalin, como «el criminal más grande del siglo XX». Pese a ello, no lo veía como un monstruo o un demonio, sino, y es lo preocupante, como un simple burócrata del régimen nazi que cometió actos objetivamente monstruosos sin motivaciones malignas específicas y lo que es peor, sin sentir ningún remordimiento por ello, tal y como quedó patente tras su captura, juicio, condena y ejecución por parte del Estado de Israel, proceso que Arendt recogió en su obra Eichmann en Jerusalén (1963). La idea central que destaca Arendt en este libro es la absoluta «incapacidad de Eichmann para acercarse a una conciencia moral reflexiva» por su participación en la Shoah y que llevó a la muerte de millones de hombres, mujeres y niños, su apariencia «normal» durante el juicio, sin ningún tipo de sentimiento de culpa o responsabilidad moral, al igual que ocurrió, por otra parte, con buena parte de la población alemana, que optó por seguir al partido nazi aceptando sus crímenes, ignorando el genocidio que se estaba cometiendo en aras a delirantes e inhumanas teorías que exaltaban la superioridad racial aria.

El proceso Eichmann, además de su función pedagógica para alertar a las jóvenes generaciones sobre las fatales consecuencias del totalitarismo nazi, sirvió para que Hannah Arendt plantease cuestiones fundamentales sobre la memoria y la justicia en el mundo de la posguerra.

Ante todo, y así lo refleja Arendt en sus escritos, resulta clave la necesidad de que la ciudadanía tenga, tengamos, una cultura crítica que nos permita desarrollar una acción política responsable como antídoto contra cualquier tipo de totalitarismo. Y en este sentido es fundamental el papel de los sistemas educativos para formar ciudadanos libres, conscientes y con sentido crítico que los inmunice ante el virus del totalitarismo en sus distintas versiones, el mismo que está rebrotando en nuestro civilizado Occidente de la mano de los neofascismos, al igual que ocurre en el mundo musulmán con el fundamentalismo islamista radical o en las dictaduras de distinto signo existentes en diversos países, incluida la de la todopoderosa China.

A modo de conclusión, Tony Judt nos recordaba que «vivimos en una crisis política cuya magnitud aún no conocemos completamente y debemos actuar (con ideas y con actos) para minimizar el riesgo de repetir las experiencias del pasado», esto es, las ocurridas, y sufridas durante el pasado y convulso siglo XX como consecuencia de las derivas políticas totalitarias.

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