Opinión
Ruido, incivismo y mucho más
En el primer verano normalizado después de la pandemia, la sensibilidad ante varios fenómenos de contaminación acústica se ha disparado. La generalización de los altavoces conectados por bluetooth a los móviles, la recuperación de espacios por los jóvenes tras el bienio pandémico para compartir (también música), la popularización de redes sociales con contenidos mucho más sonoros y el uso de los mensajes de voz frente al texto son una fuente de molestias, si no de conflictos, en espacios compartidos por varias generaciones. En las playas donde cada uno quiere disfrutar de sus vacaciones de formas y a ritmos muy distintos, en calles y plazas a deshoras o en el transporte público, donde la práctica de escuchar contenidos en el móvil sin auriculares no tiene siquiera la excusa de la socialización a través de la música en espacios públicos. Y sí, por cierto, un paralelismo en el modo en que usuarios que no tienen nada de adolescentes hacen saber hasta a gritos el último detalle de sus conversaciones por móvil al resto de pasajeros u ocupan de forma invasiva el espacio de los demás.
Puede parecer, en principio, una anécdota estival que no va más allá de las naturales fricciones de la convivencia cotidiana (que en algunos municipios ha llevado a imponer multas y advertir de la prohibición de estos comportamientos y que ninguna ordenanza regula en Zaragoza el uso de aparatos bluetooth), aliñado por el enésimo caso de crispada reacción intergeneracional a una tendencia musical (esta vez el reguetón). Pero la anécdota puede llevar a una reflexión más general sobre el incivismo, que es algo más que una cuestión de formas, o los propios valores que se viven en las familias y se transmiten a los adolescentes. Como tantas otras generaciones, la combinación de la necesaria conexión entre los próximos y el aislamiento en relación a los ajenos genera unos rituales de grupo que, hoy en día, tienen expresiones nuevas vehiculadas por las tecnologías.
Convivir es un proceso de aprendizaje en el que se explora la concepción del límite, la frontera entre la libertad que se está descubriendo y las restricciones que la limitan. Pero difícilmente pueden evitarse situaciones incívicas si no se parte de principios fundamentales de respeto al prójimo que deberían inspirar las normas que se adquieran en la escuela y en la familia. Que las consecuencias de nuestros actos sobre quienes nos rodean no merezca la menor consideración es algo que va más allá de las prácticas intrusivas o molestas en el espacio público.
Los expertos advierten de que una parte de los jóvenes han sido educados desde una hiperpaternidad más complaciente a satisfacer los deseos de los hijos que a acompañarlos en el aprendizaje de la responsabilidad, lo que muchos perciben como un constreñimiento y ejercicio de la autoridad dañina para su evolución. Eso, cuando el adulto no es un ejemplo vivo de incivismo. De ahí puede derivarse una intolerancia a la frustración y un componente egoísta que incluso puede afectar a la visión del mundo y a su capacidad de interiorizar comportamientos solidarios, altruistas o de responsabilidad colectiva. Si vemos qué estamos haciendo con nuestro mundo quizá deberíamos concluir también que deberíamos apuntar más alto, y no solo a toda una generación de adolescentes.
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