No soy periodista, pero tengo alguna experiencia en este precioso oficio, pues hace años que escribo en diarios y revistas (en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN hasta he perdido la cuenta) y he participado en programas de radio y de televisión. La prensa fue llamada «el cuarto poder» en los Estados Unidos y el Reino Unido, donde el diario Washington Post o la BBC marcaban tendencias y ganaban la confianza de lectores y televidentes gracias a su seriedad y a su independencia. Es probable que esa visión de la prensa libre haya sido magnificada e idealizada, y que no fuera tan idílica como muestran películas, novelas y series televisivas, pero, al menos, el personal tenía la sensación de que había medios independientes y críticos que informaban con el rigor y la veracidad que debe tener el periodismo.
España era diferente. Desde luego, durante el franquismo la prensa no era libre y la censura asfixiaba de tal modo que un periodista acababa en la cárcel si denunciaba las tropelías y los crímenes del régimen. En la Transición y en los primeros años de la democracia hubo mayor capacidad para informar libremente, aunque casos de corrupción política clamorosos como los de Jordi Pujol y Juan Carlos I se ocultaron de manera indigna y cómplice, supongo que debido a presiones políticas muy intensas, cuando no a amenazas veladas, para que a nadie se le ocurriera destapar a estos dos corruptos, sin duda alegando a «la juventud y la debilidad» de la democracia española, «al interés del Estado» y excusas similares.
Y cuando todo parecía a punto de fluir hacia un país con una prensa más libre, más crítica, más abierta y más rigurosa, cuando la información periodística debería estar al servicio del bien común y de la mayoría de la ciudadanía, aparecen audios de periodistas presuntamente progresistas como Antonio García Ferreras hablando con el excomisario José Manuel Villarejo, un tipo al que habría que haber echado a patadas (entiéndanlo como expresión coloquial que no textual) de la policía, en los que se «pastelea» para difamar y desacreditar (deshonrar diría el clásico) a un partido emergente como era entonces Podemos y a su principal dirigente, emitiendo noticias falsas o insinuándolas de un modo artero e indecente.
En un país serio, ¿periodistas? así serían fulminados inmediatamente por sus empresas, salvo que sus propietarios fueran igual de tramposos; pero aquí, en el reino de los Borbones, la ética no es un mérito, ni siquiera algo normal, sino una entelequia. Es lo que tiene ser súbditos.