El Periódico de Aragón

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Margarita Barbachano

COSAS QUE PASAN

Margarita Barbáchano

Recordando Cuba

No sé por qué se me presentó el recuerdo de la hermosa Cuba en ese duermevela de la siesta del final del verano. Estamos en 1992. Durante las gloriosas olimpiadas de Barcelona en la España de la prosperidad y del diseño yo me largué a la Cuba del apagón y de las restricciones, invitada por la Universidad de la Habana en unas jornadas denominadas "Transculturización Hispano Cubana". Un nombre pomposamente cubano. Alojada en el barrio del Vedado, en una enorme casa colonial de unos amigos de mi hermano Carlos, a la sazón agregado cultural de la Embajada Española en La Habana. Nunca olvidaré la hospitalidad, la amistad y el acogimiento lleno de naturalidad de Alicia Leal y Juan Moreira, reconocidos artistas cubanos, de su pequeña hija Ana y de la abuela América, que entonces tenía noventa espléndidos años, según me contó el primer día de mi estancia gracias a un par de ajos enteros (pelados) que se comía a diario antes del desayuno, que consistía en café aguado y unas rebanadas de pan pasado por la sartén (la leche era un lujo escaso). Recorrer el patio selva, que distribuía las habitaciones, era como entrar en el realismo mágico de una novela de García Márquez. Ahí no se veían los rayos del sol. Siempre estaba sombreado. La mansión colonial se caía a pedazos pero se mantenía en pie, orgullosa de su antiguo esplendor. Mis anfitriones me dejaron la habitación más grande de la casa, la de su hija Ana, amueblada con una pequeña cama, un armario tipo sacristía y un piano de pared.

Para mí la mejor hora del día era cuando llegaba el apagón. En cuanto se iba la luz todos salían a la puerta de las casas con sus sillas, la botella de ron y las velas cuando el atardecer se apagaba. Dentro de las casas empezaba la fiesta. Algún amigo se acercaba con su acordeón, un saxo o lo que tuviera a mano que sonara. Allí se conversaba, se cantaba y se bailaba en cuanto los pies seguían el ritmo pausado del son cubano. Imposible permanecer sentado, las conversaciones dejaban paso al baile. Esas horas mágicas, alegres, de pura convivencia y picante plática, con esa oratoria brillante que tienen los cubanos, paliaban el hambre que empezaban a sentir los estómagos.

Recuerdo que la familia se duchaba siempre por las mañanas y de dos en dos, cuando ya se había calentado el agua. El apagón tenía su horario. Iba por barrios. Y sabían cuándo cocinar lo necesario para preparar comidas y cenas. Como es natural, echaban pestes del bloqueo yanqui, de las restricciones o del gobierno castrista con sus comisarios políticos en cada esquina. Pero yo los veía con esa mirada extranjera que comparte sus ganas de disfrutar de la vida y su paciencia infinita que no les amargaba el día a día. Recuerdo que a punto de volver a España compré para regalar unas camisetas en las que ponía "Hace falta mucha paciencia", un loro de colores confeccionado a mano. Y guardadas en un rollo de cartón valiosas láminas de Juan y Alicia que logré colar en los controles del aeropuerto José Martí.

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