El Periódico de Aragón

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Editorial

Juan Carlos I, un trastorno

La presencia del rey emérito en el funeral de Isabel II, incómodamente cercano a los Reyes por designio del protocolo británico, ha puesto de nuevo de manifiesto, como sucedió en un contexto menos solemne con su participación en las regatas de Sanxenxo, hasta qué punto Juan Carlos I constituye un trastorno para la imagen de la monarquía española y para normalidad institucional del país. Por mucho que se sentara al lado de los Reyes como consecuencia de una decisión ajena a la Casa Real española, el hecho de que fuera la primera vez que coincidía con su hijo en un acto oficial, desde el funeral por la infanta Doña Pilar en 2020, ha opacado la participación de Felipe VI y la reina Letizia en la ceremonia de Westminster. Y ha conducido a interpretaciones sobre cada gesto y mirada de los cuatro implicados en la tensa escena. Desde que se marchó a Abu Dhabi, tras conocerse las irregularidades que había cometido en diversos ámbitos de su vida pública y privada, Juan Carlos constituye una fuente permanente de perturbación. Y mientras siga en el limbo jurídico e institucional en el que se encuentra, todo lo que haga, e incluso lo que no haga, seguirá afectando la imagen y la credibilidad de España en el mundo.

La ambigüedad de su posición institucional y jurídica –está pendiente de una demanda por acoso sexual en el Reino Unido formulada por Corinna Larsen que añadía morbo a su viaje– constituye un quebradero de cabeza para la monarquía. Así fue cuando pretendió volver, e incluso residir, en La Zarzuela, al ser archivadas algunas de las causas que se le imputaban por haber prescrito o haber sucedido durante periodos en que quedaba protegido por su inviolabilidad. Cuando su hijo el Rey Felipe VI le dejó claro que la normalización de su figura hubiese producido un daño irreparable a la institución, aceptó seguir en Abu Dhabi, pero a continuación acudió a Galicia para darse un baño de masas preparado por antiguos amigos. Tras la entrevista privada que mantuvo con su hijo en la Zarzuela, al término de las regatas de Sanxenxo, parecía haber entendido el mensaje: su actuación por libre supone uno de los principales obstáculos que tiene la monarquía española para su consolidación. Es cierto que su presencia en Londres se debe encuadrar dentro de las relaciones familiares que existen entre los Borbones la casa de Windsor, pero él podía haber declinado la invitación, o haber sugerido una ubicación distinta dentro de la catedral. Más difícil lo tenía el Rey Felipe, que debe atender a la sensibilidad de una parte de la sociedad española y al intento de la derecha política de reivindicar el retorno del emérito intentando equiparar el hecho de que sus actuaciones no hayan sido juzgadas con que el monarca haya quedado limpio de toda culpa. Un equívoco que se hubiese evitado de haber rendido cuentas Juan Carlos ante la justicia, o por lo menos de haber emitido la Corona una valoración mucho más inequívoca sobre la actuación presente y pasada del antiguo jefe del Estado .

Esta situación es insostenible. En los tiempos agitados que vivimos, Felipe VI necesita un sosiego que no le permite las actuaciones incontrolables de su padre. Juan Carlos, que jugó un papel globalmente positivo en la transición española, echó a perder buena parte de su crédito durante los últimos años de su mandato. Lo hecho formará parte de su biografía, pero sí quiere hacer un último servicio a la monarquía y al país, le conviene adoptar un perfil discreto, alejado de toda actividad institucional en la que esté involucrado su hijo, el Rey, y que pueda ser considerado, a falta de la asunción de responsabilidades penales, al menos como un mínimo acto de contrición.

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