El Periódico de Aragón

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Rafael Campos

El artículo del día

Rafael Campos

La palabra destruida; gramática de la mentira

Las democracias también se deshacen o pierden su mejor naturaleza con un mal uso del lenguaje

Las democracias también se destruyen, o se deshacen o pierden parte de su mejor naturaleza a través de la destrucción del lenguaje. De eso se ha escrito antes, pero aquellas reflexiones vienen cada vez más a cuento, son cada vez más pertinentes, como recuerdo histórico y como aviso.

Damos por supuesto que en el discurso político o sobre política es frecuente una cierta dosis de tergiversación deliberada del sentido de las palabras, con objeto de construir una realidad más o menos diseñada a medida de los intereses de parte; se le suele decir relato: hay que construir un relato sobre lo que pasa, sobre la realidad, que se ha dado en adjetivar como líquida. O sea que los hechos no sabemos ya si son los hechos hasta que no nos lo dice la antena elegida. No vayamos a fiarnos más de nuestros ojos y de nuestro entendimiento que de aquellos que nos dicen qué hemos visto en realidad, o qué «tenemos» que haber visto o entendido.

Recuerdo un ensayo de George Steiner (El milagro hueco) publicado en el año 59 del siglo pasado y vuelto a publicar en el 87. Se refiere a este asunto en el contexto de la Alemania nazi y de su posterior caída, de cómo se degradó la lengua alemana para dejar de tratar de aproximarse a la verdad humana y servir a la «bestialidad política». «Un idioma –dice en otra parte– tiene en su interior el germen de su disolución de muchas maneras… metáforas muertas, símiles en conserva, clichés. En vez de estilo hay retórica. En vez de uso común y preciso, jerga». Y en otra parte avisa de aquella «gramática de la mentira, de las simplificaciones totalitarias que llegaron a tal grado de mentira en la época nazi. Las murallas pueden separar la ciudad en dos mitades, pero también las palabras».

Sin embargo –sin embargo– y felizmente lejos (aún) de aquello, en este país de nuestros desvelos se va tejiendo, una malla ominosa de exageraciones, mentiras supinas, eslóganes prefabricados, consignas, argumentarios, etc. que devienen al final y con frecuencia en simples y groseros eructos, relinchos, y hasta rebuznos; metralla verbal apresurada y bélica, porque ya no hay tiempo para leer y sosegar el pensamiento en una exposición larga de un razonamiento honesto que no acabe en un apotegma interesado. O sea, todos a bailar entre simplezas que pretenden explicar una realidad compleja, llena de facetas, ante la que de antemano y sin empacho se hace declinar la razón y la palabra para sacar la faca retórica entre la frase mentirosa que haga más daño al diferente, convertido en adversario y luego en enemigo, para poder echarlo a la hoguera si llega el caso; a la hoguera, a la cuneta, al lado, fuera, fuera de lo nuestro, de lo que es nuestro. Otra vez.

Lo vemos allí, en la América suya, la del norte, que se la han apropiado ya desde la misma palabra. La América partida por dos, y con una parte dispuesta para la penúltima guerra. Y lo empezamos a temer aquí: frases que dibujan mentiras complacientes para la tribu que los proclama y los vota. Simplezas, mentiras, eslóganes, titulares para munición de la guerra cultural que hay que ganar a la pretendida superioridad moral de la izquierda porque ya está bien de tanto cuento; y que si el social comunismo, y que si Nicaragua, y que si lo primero que se venga a la cabeza de esta farsa y licencia para, por ejemplo, esta nueva reina castiza, emperatriz de las cañas y henchida de sí misma hasta soñarse a saber qué, que la nombramos de repente porque es la que más chapotea en lo que se señala, la que más dice lo que le dicen que diga, mientras va despidiendo médicos y comprando pantallas.

Y en medio del estruendo nadie parece dispuesto a acotar un territorio para la discrepancia con las líneas del respeto, al menos, a la dimensión privada del otro. Mientras «el moderado» que nos anunciaban nos avisa perplejo de que se está produciendo un cambio de «régimen», nada menos, así, como lo dice o le han dicho que diga; un cambio de «régimen» con acento paroxítono, que ni sabe lo que quiere decir pero lo dice. Como si fuera, también sin saberlo, un personaje de Samuel Becket, a punto de ser servido en raciones en las barras de las fontanas de oro del Madrid de todas las Españas conocidas, entre unas cañitas y medias de gambas para los enteraos del reino, mientras la emperatriz de un domingo por la tarde se sueña a sí misma flamígera Juanita del Arco derecho de la Puerta de Alcalá.

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