Sala de máquinas
Luis Enrique, filósofo
Sigue siendo España un país que, en lugar de leer a sus filósofos, anima a filosofar a sus futbolistas. El último adagio o pensamiento de campo de deporte lo acaba de firmar Luis Enrique. Tras la victoria sobre Costa Rica, el seleccionador nacional emitió un preventivo aviso contra los riesgos que puede comportar la autocomplacencia: «El elogio debilita», reflexionaba en el vestuario mientras sus jugadores celebraban la paliza al débil equipo centroamericano.
Esta reflexión o frase de Luis Enrique, profundamente errónea, podría perfectamente haberla pronunciado cualquiera de nuestros educadores. Refiriéndome tanto a los curas de antaño como a esos profesores y catedráticos de hoy, de instituto o universidad, para los que el alumno no es más que un mero receptor de su sabiduría y de la moral de su época, planteándoles un serio problema si, en un momento dado del curso, uno de esos pupilos se dedicase a pensar por su cuenta o a crear algo nuevo. Aportación a la clase o creación personal que, en buena ley, debería merecer la felicitación, el elogio, el aplauso del tutor, pero dichos pedagogos (incluidos, por lo que respecta la unidad educativa familiar, la mayoría de los padres), prefieren no felicitar, no elogiar, no aplaudir, a fin de que el alumno no se envanezca o, según advierte el míster Luis Enrique, «no se debilite».
De este modo, siguiendo tan aldeana mentalidad, en nuestra tan moderna España, para que ningún ciudadano «se debilite», envanezca, derive al narcisismo y de ahí a la prepotencia, la intransigencia, el autoritarismo o a la tentación dictatorial desde su responsabilidad pública o privada, se prohíbe elogiar a todo hijo de vecino, ya sea alumno, futbolista o ingeniero aeronáutico, que haya hecho algo meritorio. El español brillante, estudiado, creativo, que aporta con su imaginación y talento nuevas vías de progreso es silenciado, opacado, castigado a no recibir premios, felicitaciones, aplausos, elogios, no sea que se eche a perder, se confíe, «debilite» y entregue a la pereza o a vicios peores; no sea que estanque su pensamiento en la autopromoción (en literatura, autoficción) o rebaje su nivel de sacrificio si es futbolista.
Si leyésemos a nuestros filósofos de verdad, a Gracián, a Unamuno o a Ortega, no ocurriría esto, pero… el fútbol es el fútbol.
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