Reflexiones sobre el caso Alves

El Periódico de Aragón

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La conmoción social causada por la violación presuntamente perpetrada por el futbolista Dani Alves a una joven en una discoteca de Barcelona suscita un abanico de reflexiones. Salvando, obviamente, la presunción de inocencia del exjugador azulgrana, cuya inocencia o culpabilidad dilucidará la justicia, se trata de recapacitar sobre aspectos generales, porque no es Alves el único hombre poderoso que ha sido acusado en los últimos años de este tipo de delitos. Hombres ricos y famosos, idolatrados por sus seguidores y que, convencidos de su impunidad –perfil que cumplen tantas estrellas del deporte o el espectáculo–, pueden creerse con derecho a obtener, sin objeción, todo aquello que se les antoja. Y sin que el respeto a las mujeres y su libertad para decidir si quieren o no mantener relaciones con ellos resulte un freno.

En prácticamente todas las denuncias se repite, además, el mismo patrón de comportamiento. La violación es una forma de abuso de poder, un ejercicio brutal de dominio sobre las mujeres, sea desde el odio, el resentimiento, la misoginia o la expresión de quien se siente superior o convencido de que nadie se atreverá demandarle. Por ello, la excusa más ofensiva que se ha escuchado estos días entre los defensores del futbolista brasileño es la de quienes sostienen que no tenía necesidad (sic) de abusar sexualmente de nadie, teniendo a su alcance a la mujer que quisiera, porque, al parecer, el dinero y el prestigio futbolístico le darían por sí solos esa posibilidad. Es justo lo contrario: es la posición de poder uno de los factores que alimentan la cultura de la violación.

Junto a la reflexión que la sociedad debería plantearse sobre si existe una responsabilidad colectiva en el hecho de que algunos jóvenes famosos, con salarios estratosféricos, crean gozar de total impunidad, hay que preguntarse también por el grado de valentía que ha de tener la víctima para atreverse a denunciar, más aún cuando se trata de hombres poderosos. Quienes se arriesgan a hacerlo suelen enfrentarse en muchas ocasiones a la soledad, la incomprensión y la falta de apoyo social, cuando no a que la sombra de la duda recaiga sobre ellas o el ciberacoso. En el caso Alves, por ejemplo, la denunciante se ha apresurado a renunciar a la indemnización que le pudiera corresponder si el jugador resultara condenado y a la que tiene derecho para ser resarcida de los daños físicos o morales sufridos. Lo ha hecho, sin duda, para demostrar que su interés no es pecuniario y, por tanto, para evitar que se recele de sus intenciones y se cuestione su dignidad. Una renuncia que nunca debería ser necesaria.

Es de justicia resaltar en esta ocasión el buen funcionamiento de los protocolos de protección de las mujeres que se aplican en algunos locales de ocio y que, en este caso, permitieron que el personal de la discoteca, en la que presuntamente ocurrieron los hechos, atendiera inmediatamente a la víctima y avisara a los Mossos d’Esquadra. Aunque se haya cuestionado la cobertura informativa de lo sucedido, cabe recordar también que la visibilización de estos delitos, salvando la intimidad de la víctima, en lugar del silencio, debería contribuir a sensibilizar sobre esa infame realidad y sobre la necesidad de perder el miedo a denunciar las agresiones sexuales, en la misma línea de lo que se viene haciendo (y reclamando) con todas las otras formas de violencia machista.

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