La soledad

Sergio Ruiz Antorán

Sergio Ruiz Antorán

Atención spoiler! Qué carajo. Autopromoción en toda regla. Vayan ahora o más tarde, cuando quieran, que no soy tan dictador, pero acérquense un ratito. Última página de deportes. Maravilloso reportaje de montaña. Protagonista de los buenos. Fernando Garrido. E historia legendaria. Cuando se convirtió en el primer ser humano que ascendía un ochomil en invierno y sin compañía. Mejor, para no discutir. Nada nuevo para él. 62 días y 62 noches pasó en la cima del Aconcagua con sus circunstancias y las del rey emérito, que le llamó para echar una charrada, no sabemos si le contó algo de Bárbara Rey o de sus chanchullos borbónicos. Nadie ha pasado tanto tiempo tan alto.

Por algo el teléfono de Fernando olía a chamusquina durante la pandemia. Le llamaban como consejero real. Que no por Juancar, sino por sus dotes para eso de pasar la soledad.

La soledad. ¿Qué es la soledad? Un estado o un sentimiento. Porque una cosa es, como Garrido, querer estar solo, aceptarlo y hasta disfrutarlo, y otra muy distinta es sentir el más absoluto aislamiento social, no notarse aceptado, la tristeza y ansiedad que eso supone. Una soledad no deseada, emocional. Una que te puede entumecer hasta dentro de una densa marabunta sin encontrar consuelo. Esta semana se publicó un análisis de la Federación Vecinal de Teruel que resalta que el 39% de la gente que vive en pueblos pequeños dice sentirse solo. Una elevadísima cifra que contradice que en el campo uno se vea más arropado al estar en una comunidad estrecha, porque los vecinos existen de verdad, se les conoce y atiende, que es mi experiencia. Sin embargo, sé que muchas personas se pueden sufrir soledad.

Sobre todo las mayores, nuestros abuelos, quizá viudos, quizá cansados, aislados o nostálgicos. En el informe se daba un dato aclaratorio. Se había muestreado a 149 personas, con una edad media de 79 años. Si estos números son trasladables, si no mienten, nos encontramos ante un problema sustancial y progresivo en nuestro mundo rural.

Por suerte, conozco de primera mano la labor que en nuestras comarcas realizan los servicios de ayuda a domicilio, auténticos salvavidas de muchos ancianos en nuestros pueblos, que gracias a su trabajo alimentan su autonomía con las tareas a las que les ayudan. También esta tarea les apoya esos momentos de compañía que añoran, albergando un buen momento en el día, relacionándose, esencia para los seres humanos como seres sociales. Esos servicios públicos tan esenciales en nuestros pueblos que no nos pueden quitar. A los que no podemos renunciar como sociedad. Porque son para todos.

Suscríbete para seguir leyendo