Crisis agravada en Israel-Palestina

El Periódico de Aragón

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La formación de Gobierno por Binyamin Netanyahu después de la victoria del Likud en las elecciones del pasado noviembre (32 escaños de un total de 120) ha contribuido a caldear por enésima vez el conflicto palestino. En torno al partido del primer ministro, representante de la derecha tradicional desde hace medio siglo, se ha concretado una alianza de diferentes partidos ultras que cubren el espectro que va del fundamentalismo mosaico al sionismo religioso.

Después de cinco elecciones legislativas en tres años y medio y de sucesivas fórmulas fallidas de Gobierno pensadas para aislar a Netanyahu, este ha podido regresar al poder con dos objetivos: limitar la tutela judicial, indispensable para salvaguardar el principio de legalidad, y dejar sin efecto cualquier posibilidad futura de aplicación de la solución de los dos estados para cerrar el proceso abierto hace más de 30 años con los acuerdos de Oslo.

El primero de los objetivos a corto plazo es fundamental para Netanyahu, enfangado en varios procesos judiciales por corrupción, porque convertirá las sentencias de los jueces que afecten a miembros del Parlamento en poco más que sugerencias, algo especialmente grave en un sistema que carece de Constitución y en el que todo el entramado de la división de poderes y las convenciones democráticas se asienta sobre un conjunto de leyes. El segundo objetivo alienta las aspiraciones del sionismo más retardatario, encaminado a agrandar la presencia israelí en Cisjordania y a hacer inviable un Estado palestino.

La fragmentación de la sociedad israelí, el hundimiento del laborismo, pilar básico en el nacimiento de Israel, y la atomización del sistema de partidos han creado las condiciones para llegar a esa situación. En igual medida, la impopularidad de la Autoridad Palestina y el desprestigio de Mahmud Abás y su entorno autocrático han defraudado las expectativas de la comunidad palestina y han dado alas a las facciones más radicales, que sopesan desencadenar una tercera Intifada.

En medio, han perdido influencia voces que alertan sobre los riesgos que la democracia corre en Israel y los peligros que puede arrostrar la estrategia de resistencia en el campo palestino. El realismo de intelectuales y escritores israelís como David Grossman y los fallecidos Amos Oz y Abraham B. Yehoshua, partidarios de llegar a un acuerdo con los palestinos, ahora es solo referencia para una minoría. Ni la manifestación de Tel Aviv contra el Gobierno de Netanyahu ni la gestión más voluntariosa que efectiva del secretario de Estado, Anthony Blinken, en Israel y Palestina modifican sustancialmente los datos.

La oposición de Estados Unidos a que continúe la política de asentamientos, con medio millón de colonos israelís viven en el territorio de Cisjordania, y su apoyo a la solución de los estados carecen de influencia práctica en Israel y apenas tiene eco entre los palestinos, condenados a la ruina económica y al aislamiento desde la construcción el muro hace 20 años.

Y, sin embargo, toda gestión de la crisis que no sea capaz de garantizar la seguridad de Israel y de atender a las reclamaciones palestinas está condenada a dejar el conflicto en manos de los más radicales y a perpetuar la crisis.

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