La reforma moral

Es un reto de largo recorrido y urgente: avanzar en una verdadera reconstrucción ideológica y política

Juan Alberto Belloch

Juan Alberto Belloch

El futuro de cualquier proyecto de progreso implica conocer con precisión los factores de cambio que se están produciendo en el primer tercio del siglo XXI y, al propio tiempo, propiciar su encaje con los ideales y valores que se defendían en el pasado desde el liberalismo político y la socialdemocracia tradicional. Lo importante no es perpetuar la existencia o la mera supervivencia de determinadas fuerzas políticas, lo importante es intentar transformar el modelo actual del capitalismo depredador e intolerable, en términos de su acelerada producción de desigualdad e injusticia social, en un concepto incompatible con el desafío de la sostenibilidad medioambiental. Es un objetivo de largo recorrido y, al propio tiempo, es urgente avanzar en una verdadera reconstrucción ideológica y política para lo que es imprescindible una auténtica reforma moral.

En un sistema democrático la idea de la justicia no puede prosperar cuando la adhesión a los principios y valores es meramente ficticia y se está dispuesto a violar esos principios en beneficio propio en cuanto la ocasión lo permita. Actuando así, quedamos atrapados en cualquiera de las diversas formas de lo que se conoce como el «dilema del prisionero» de John Rawls, que se refiere a las situaciones en las que los participantes, dejando a un lado la cooperación y persiguiendo su propio interés, terminan por perder, y con ellos, todos. Es cierto que las secuelas de corruptelas y corrupciones puestas de manifiesto por las sucesivas crisis financieras y económicas, pueden llegar a convertirse en una palanca capaz de promover un cambio que comience con una exigencia social de honradez y una conciencia general solidaria ante las múltiples desgracias que ya se abaten sobre personas y familias.

Pero entre tanto, no es permisible la percepción objetiva de que los únicos que están pagando la crisis son los millones de personas que han ido al paro o que han visto reducidos de manera drástica sus salarios o prestaciones sociales. Es evidente que ha habido un buen número de comportamientos inaceptables entre los agentes financieros y de las grandes corporaciones sin que se hayan ha adoptado las medidas punitivas y correctivas que serían obligatorias en cualquier otra actividad. No solo no ha habido escarmiento, sino que han regresado con velocidad a las conductas desaprensivas o escandalosamente insensibles ante el sufrimiento y la angustia de millones de personas.

Parece que nos hemos ido acostumbrando a que los responsables del sistema financiero ganen auténticas fortunas que no guardan ninguna proporción ni con sus méritos ni con su esfuerzo. Al contrario, no están dispuestos bajo ningún concepto a renunciar a su botín, así desaparezca el mundo. Y lo más grave de todo, carecemos de un discurso político adecuado capaz de regenerar esta situación. La verdadera alternativa progresista exige empezar a construirla a partir de la consideración del individuo como sujeto portador de derechos. Una oferta de menor calado no es aceptada dado que vivimos en una sociedad de ciudadanos mejor informados, más autónomos y más exigentes.

La corrupción es un mal que mina las bases del sistema, una batalla de todos, no de unos contra otros. No es para instrumentalizarla, ni para lanzarse corruptos como armas arrojadizas. Es una lucha de todos los demócratas, más aún, de todas las personas decentes contra los corruptos tanto ajenos como propios. El sentido de Estado necesita trazar una frontera nítida entre la decencia y la indecencia. Los demócratas estamos obligados a liberar y a sanar la vida pública. Después de 40 años de dictadura fue razonable, y hasta necesario, fortalecer el papel de los aparatos de los partidos políticos que nacían de cero. En la actualidad, en unas condiciones netamente distintas, es hora de iniciar un proceso de corrección de tal modelo, pues en otro caso el riesgo es que se produzca una lenta pero imparable escisión entre los partidos y la sociedad. No sería justo satanizar a nadie ni convertir los excesos actuales o posibles en la encarnación del mal absoluto.

Tampoco sería un buen análisis pensar que, en el escenario político de nuestro país, todos tienen las manos sucias salvo unos pocos privilegiados que asumen la representación de algunos oficios de élite. En realidad, limpieza y suciedad se reparten como las virtudes y los vicios con criterios más complejos y menos corporativos. No trato, por lo tanto, de poner en duda la honradez personal de nadie, pero debe advertirse del peligro que supone un sistema político en el que uno de los poderes del Estado, el judicial por ejemplo, no sepa mantenerse en su espacio constitucional y aspire a convertirse en el protagonista activo del poder político y social. Puede, en suma, provocar una judicialización acelerada de la vida pública, lo que compromete seriamente el modelo propio de las democracias.

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