Opinión | El triángulo

Fuera máscaras

Fin de semana de carnaval, de disfraces, de elegir en quién convertirse y poder ser otra persona durante unas horas, de diversión, de permisividad, de relax social. Pero se acabó. Terminado el baile, fuera máscaras.

En política nunca sé si ocurre lo mismo o lo contrario. No tengo claro si el carnaval es aquello que sucede entre elección y elección o es lo que acontece durante la propia campaña electoral. La fiesta no sé si es lo que se ha celebrado entre 2019 y 2022 o lo que se viene en 2023. Desconozco quién y cuándo lleva máscara y si alguna vez alguien se la quita.

Ninguno de los dos casos creo es lo deseable para un sistema democrático. Ignorar en qué momento tus representantes te cuentan la verdad o te intentan trilear para mantenerte entretenido en buscar la bolita. ¿Es real la intención de dos administraciones como el Ayuntamiento de Zaragoza y el Gobierno de Aragón de desatascar proyectos que atañen a ambos? ¿Es creíble el entendimiento entre dos líderes políticos desde el momento que compiten por el mismo sillón? ¿Es ético que un cargo público aspirante a liderar una comunidad o un país desee un empeoramiento de las condiciones económicas para obtener rentabilidad electoral? ¿Conviene a según quién el sufrimiento ciudadano para conseguir el cambio político que algunos persiguen? ¿Son los candidatos elegidos a dedo los mejores posibles o los que más convienen al mando inmediatamente superior de turno? ¿Es una estrategia para apartar a los tuyos que pueden disputarte un puesto en un momento postelectoral si los resultados no son los que quieres? ¿Es mera pose la aceptación de ser relegado en una lista o supone la semilla del contubernio de mañana? ¿Es concebible que las pugnas internas en el seno de un partido acaben sacrificando el beneficio común por el ego? ¿Pueden seguir los poderes económicos manejando los hilos políticos? ¿Hay nombres y apellidos que montan y desmontan partidos y gobiernos?

Tampoco faltan a esta gran celebración carnavalesca los que a pesar de irse nunca desaparecen. Los que dicen retirarse de la velada, pero se quedan entre bambalinas a espiar el devenir de los acontecimientos y acaban interviniendo, sin salir de la sombra, cuando consideran que alguien merece ser apartado porque ya no les representa. O los que se fueron por obligación y desean ser aclamados para volver como salvadores.

Cada vez resulta más difícil saber cuándo se acaba la fiesta y hay que irse a casa. Porque la realidad es que nadie quiere irse, aunque lo diga. La música es demasiado atractiva para retirarse, las conversaciones demasiado jugosas y las ganas de protagonismo demasiado intensas. El poder resulta tan adictivo.

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