Opinión

Una epidemia, muchas explicaciones

Si con las señales anteriores no bastaba, el impacto de la pandemia en niños, adolescentes y jóvenes ha hecho aflorar hasta qué punto múltiples vulnerabilidades, inseguridades, miedos y conflictos están dejando huella en la salud mental de estas generaciones. Diversos indicadores, desde la tragedia extrema de los suicidios o intentos de suicidio hasta las demandas de atención especializada o la incidencia de trastornos alimentarios, habían ofrecido señales preocupantes a unos niveles que no podían deberse solo a una mayor alerta sobre estos fenómenos, sino a un malestar de base. Un malestar explicable en muchos casos por situaciones de precariedad económica, residencial o incluso alimentaria que saltan a la vista de quien quiera atender a las reiteradas alarmas lanzadas por las más diversas entidades sociales. El trauma del covid ha marcado nuestro tiempo y ha extremado todas estas heridas hasta tal punto que el Consejo Interterritorial de Salud se vio obligado a replantear toda la estrategia de salud mental el año pasado. Lo hizo con un compromiso de aumentar los recursos dedicados a ello que, en medio de otras muchas insuficiencias de los sistemas sanitario y educativo, no se ha hecho realidad.

Insistir en informar y sensibilizar de este problema de dimensiones epidémicas para situarlo como una de las principales preocupaciones a las que nos debemos enfrentar es una obligación a la que ha respondido puntualmente este diario. Nada tiene esto de apocalíptico ni de irresponsable. Algo de eso hay, en cambio, en el comportamiento de quienes solo alzan la voz ante hechos que nos golpean en lo más profundo, como lo sucedido con dos niñas de 12 años en Sallent. Ver solo la relación de los jóvenes con las redes sociales como raíz del problema y -por ejemplo- la prohibición de los móviles en el entorno escolar como solución es desoladoramente simplista. Quizá un adolescente conectado permanentemente con su grupo de amistades a través de una pantalla sufra menos la incomunicación que otro aislado y señalado en el rincón de un patio escolar como ya sucedía en otros tiempos que algunos añoran acríticamente.

El problema es multifactorial, por no decir desbordante. Desde la erosión de las expectativas de futuro a la presión -efectivamente- de modelos estéticos y de comportamiento ampliados en las redes sociales, la rearmada hostilidad y acoso hacia la pluralidad de físicos, roles de género, orígenes o ideologías o la falta de escucha y acompañamiento desde la escuela y la familia. Y las respuestas deben ser múltiples. Para empezar, con el conocimiento de qué está sucediendo fuera del radar de los adultos (a través de la investigación social y de la comunicación intergeneracional), pasando a la revisión de los papeles de familias y docentes como educadores activos.

Sin eso, todos los esfuerzos por tratar los rotos en tantas vidas serán inútiles. Pero no podemos aceptar que, allí donde todo falla, esos recursos no existan. Que los centros educativos se sientan desbordados y sin recursos, que la atención en salud mental solo llegue, y de forma dramáticamente insuficiente, a los casos de auténtica emergencia y no a la prevención necesaria para no llegar a situaciones extremas.

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