LA RÚBRICA

Hipócritas de verdad

Los humanos somos plurales y contradictorios. Si no, pensamiento, palabra y conducta no se distinguirían

José Mendi

José Mendi

Una persona honesta es un hipócrita que no oculta su engaño. Un falso, es un mentiroso que se muestra tal como no es. Entre la genética heredada, y el aprendizaje adquirido, gestamos una personalidad que termina siendo engullida por el personaje en que nos convertimos. La adaptación es evolutiva, cuando es natural. Pero es hipócrita cuando es forzada por el entorno. La incoherencia es la base de esta acusación de fariseísmo.

Nos fijamos en las diferencias entre lo que se hace y lo que se dice. Pero la posible adulteración comienza en nuestro pensamiento y se traduce en los sentimientos. Como, afortunadamente, no sabemos lo que se cuece en cerebro ajeno, interpretamos a conveniencia lo que intuimos que piensa o siente una persona, para acusarla de inconsecuente.

Al final, hay más hipocritadores que hipócritas. Los humanos somos plurales y contradictorios. Si fuéramos lineales, el pensamiento, la palabra y la conducta apenas se distinguirían. En definitiva, seríamos muy homo y nada sapiens. Los animales jamás serán unos hipócritas. No tienen la capacidad de serlo.

La hipocresía solo es un defecto si se utiliza contra los demás. En defensa propia, o como elemento adaptativo, forma parte de los rasgos de cada sujeto. La incongruencia entre los principios de la ética, y la práctica de una moral acorde con dichos postulados, es lo que produce la hipocresía individual. Esta es la mayor perversión que puede afectar a una persona. Si a esto le sumamos la intoxicación de la farsa social que nos atosiga, estamos abocados a una pandemia de hipocresía global. O lo afrontamos o lo asumimos.

Somos tan hipócritas que hemos optado por un pacto de no agresión entre las diferentes hipocresías con las que convivimos. Como muy bien sentenció el escritor británico William Somerset: «en tiempos de hipocresía, cualquier sinceridad parece cinismo».

Es comprensible que hayamos normalizado la hipocresía como parte de las reglas sociales. Conviene responder con educación al deseo de buenos días del vecino en el ascensor, en lugar de recordarle a su santa madre, tras asistir a una noche de rodeo salvaje con el volumen indomable de su televisor.

Asentimos con benevolencia las absurdas correcciones de nuestro jefe que trituran, con desidia y prepotencia, las horas de trabajo invertidas. Nos recogemos en la paz del hogar y llega un pequeño terrorista, que boicotea nuestra velada con el egoísmo de su chupete o la deyección del último biberón. Nos levantamos con ideas infanticidas, ejerciendo con dignidad la patria potestad de sus heces, para retirarnos después con una sonrisa y complejo de culpabilidad.

La hipocresía se puede ejercer con elegancia, a través del disimulo. Si se exhibe con ironía, hablamos de cinismo. Si la dirige la maldad, denunciamos la traición. Si teme a la edad, utilizamos la magia estética. Si huimos de la soledad, nos reivindicamos como influencers del vacío. Si queremos sobrevivir al final natural, creamos religiones.

Tenemos más personajes que personalidad, igual que tenemos más ropa que armarios. Así, morimos dos veces. El óbito habitual llega cada vez que cambiamos de careta. Entonces, los demás señalan que no somos nadie. En el deceso definitivo, en cambio, nos dicen que no somos nada. Hay tanto teatro en las despedidas vitales, que los tanatorios deberían llamarse tantenorios. Como denunció Lutero: «la humildad de los hipócritas es el más grande y el más altanero de los orgullos».

Decimos que la política y los partidos están llenos de hipócritas, pero evitamos implicarnos en la gestión de problemas y eludimos la participación como malabaristas del escaqueo social. Criticamos a sindicatos, feministas y colectivos reivindicativos, porque van a lo suyo, aunque nos interese a todos. Miramos de lejos a los que llegan del resto del mundo, para situarlos en otro hemisferio cuando vienen al nuestro, aunque compartamos el mismo planeta.

En fin, si acusamos a una persona, grupo o actividad, de hipócrita, siempre acertaremos. Aunque nos equivoquemos, los demás nos creerán. Y si no lo hacen, al menos seremos un ejemplo para el resto. Total, lo más hipócrita es no serlo.

Lo mejor para terminar con la hipocresía es asumirla, como parte indisoluble del comportamiento. El problema no es su uso, sino su finalidad. Ese componente radioactivo de la impostura es el que puede evitar una catástrofe o causarla. Casi nada.

Tras esta reflexión, nada ecuánime, les doy un consejo. Por favor, no sean hipócritas de verdad y mientan con sinceridad.

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