Bares antipáticos

Margarita Barbáchano

Margarita Barbáchano

Hay ciudades amables y hay ciudades antipáticas. En esta disyuntiva tienen mucho que ver los bares. Esos lugares de paso y de reposo en el trasiego del trabajo y de la vida. Yo pienso como Sabina «que no me falte el bar de la esquina». Y no soy de esas personas a las que el bar supone la prolongación de su casa, porque la soledad muerde y ya no se tiene nada de qué hablar con la parienta. Los bares cumplen su función social; por eso forman parte del paisaje urbano.

Razón por la que no entiendo cómo, en general, los bares de Zaragoza resultan tan antipáticos. Hay algunos donde cuando entras ni siquiera te devuelven el saludo. A veces te quedas con el «hola, buenos días» en la boca como si fueras idiota o no fueras bienvenido. La cosa sigue mal cuando te esfuerzas acercándote a la barra para pedir la comanda. Ni caso al primer intento. Solo ves la figura del camarero o camarera pasar rauda delante de tus narices y largarse a toda prisa no se sabe dónde. Y no hablo de bares llenos, ¡qué va! vacíos casi. Empiezo a pensar que esta mala educación de los bares en general es una moda en la que impera la displicencia. Y no alcanzo

La cosa ya se pone peor cuando pides una copa de vino, indicando la denominación, y te la traen directamente ya servida (normalmente con la medida tipo cata) y punto. A veces pregunto (con falsa ingenuidad) si no pueden ponerme algo que acompañe el precio de la copa que me van a cobrar. Entonces es cuando señalan la lista de tapas y precios o como me dijo una camarera el otro día: «en Zaragoza eso no se estila. Nunca se pone nada» y se dio la vuelta con la altivez que suele acompañar a la estupidez. Entonces me acordé de cuando las restricciones impuestas por el covid con los bares cerrados y la hostelería manifestándose un día sí y otro también. Llegaron las subvenciones para salvar el negocio. Creo que fue el sector de los autónomos que más ayudas recibió de las Administraciones Públicas. Muchos otros negocios tuvieron que echar la persiana para siempre.

Me encantan los bares de Madrid (a pesar de Díaz Ayuso) donde te sirven la tapa, el platillo de olivas o el cuenco de patatas fritas sin pedir nada. Saben que si estás a gusto vendrá otra consumición y esta vez pedirás una de calamares. Todo el norte de España cuida los detalles y no se arruina por acompañar la consumición con un pincho de regalo. En el sur ya es un auténtico placer ir de vinos porque sales comido con las cazuelitas que te colocan como detalle. Y en Bilbao, por ejemplo, hay bares donde reina en la barra una inmensa tortilla de patatas recién hecha, húmeda de huevos, en la que los camareros van cortando trocitos y te los ponen para que la pruebes. Una verdadera delicia. En fin, otro mundo de amabilidad y gastronomía.

¿A que no se imaginan un pueblo por muy pequeño que sea sin un bar? Sería una tristeza. Sería como imaginar un pueblo sin iglesia; aunque no las uses, están ahí. Pues eso, en Zaragoza abundan los bares antipáticos. Una pena.

Suscríbete para seguir leyendo