Errores que se pagan

Nos llevamos bien con los chinos, siempre tan formales, siempre tan inescrutables

Eugenio Mateo

Eugenio Mateo

No creo que queden muchas personas sin saber aquello de que los errores se pagan, incluso, en tono más castizo: el que la hace la paga. Aunque, visto lo visto, parece que se olvide demasiadas veces lo peligrosos que son los errores. Es cierto que los hay involuntarios, como elegir mal a la novia, dar el PIN de tu tarjeta al hijo de 17 años, llamar a un chiringuito financiero para comprar bitcoins, y tantos otros que en una u otra ocasión todos hemos cometido, casi siempre de buena fe. El problema viene del calado de la equivocación. En la vida cotidiana, el error puede llegar desde lo doméstico y casi insustancial hasta una cosa más seria, incluso peligrosa, que afecte a la vida o a la hacienda. Cuando el error es colectivo, desde el poder hasta el último ciudadano, se convierte en una globalización del desatino. ¿De quien es la culpa de que China esté como está, a punto de convertirse en hegemónica? De todos nosotros, en este caso, sin posibilidad de confusión porque, precisamente, los productos chinos son economía de escala y todos tenemos un bazar chino a veinte metros. A mediados de los 80, una China emergente, con ambiciones de gran potencia y dueña de una milenaria cultura, pero sobre todo con una población de 980 millones de productores, se lanzó a producir millones de artículos de consumo de todo tipo a un coste menor que ningún otro fabricante. La economía de escala reprodujo su consigna de que a más producción menor precio y el mundo se convulsionó.

Entonces, yo prestaba mis servicios en una multinacional europea del sector de la electrónica y tuve muchas ocasiones de ir tomando nota de la presencia gradual y sistemática de la tecnología china, que había copiado todas las patentes posibles y venia a traer la ruina a la industria occidental. Se desmantelaron miles de empresas y muchos más de miles de operarios y obreros fueron al paro. Sin embargo, había llegado el Dorado.

Los sagaces fabricantes y comerciantes descubrieron el huevo de colón: la deslocalización. Si no fuera porque el nombre lo indica, habría que eludir la metáfora para llamar a las cosas claras: si no se puede vencer al enemigo, únete a él.

Las grandes corporaciones estadunidenses y europeas montaron grandes trust en la Republica Popular. Y fuimos cayendo todos bajo su influjo y los «todo a 100» pasaron a llamarse «todo a euro». Daba igual que fueras al chino a por escarpias en lugar de ir a la ferretería de siempre. Eran las mismas, aunque no el precio. Caías en la cuenta del sagrado principio del beneficio. La central de compras de la cadena a la que pertenecía la droguería hacía importaciones directas de China. Compraban muchísimo más barato que el pobre oriental, que no actúa por rotación sino por surtido, y a pesar de esto, él, posiblemente de Cantón, vende las escarpias más baratas.

Las pequeñas y medianas empresas de todas las ciudades españolas vieron como la gran oportunidad de ganar dinero se abría esplendorosa y los intermediarios brotaron como rosas en el jardín de la especulación. Cualquier electricista rural tenía acceso a catálogos, que, a pesar de los costes de distribución de la importadora, eran mucho más baratos que el resto de sus proveedores.

Todo lo narrado es sobradamente conocido, como lo es la globalización, aun más que la geopolítica, extraña y espesa, de difícil comprensión para el común de los mortales. Esa misma geopolítica que decide hacer poderoso al adversario mientras sea en nombre de la macroeconomía. Uno, que peca de candidez, no acierta a comprender tanto entresijo.

¿Acaso no estaba claro el error de ponernos en mano de un proveedor tan poderoso que podría cortarnos sin previo aviso la dosis de la dependencia a la droga del consumo? ¿No fue posible calcular las consecuencias sabidos los medios y analistas con que cuentan los gobiernos, que parece que todo lo controlan? Hablando de aquello que el la hace la paga, tenemos al enemigo hipotético en casa. A pesar de que nadie de nosotros vea al chino del bar que ha aprendido bastante bien a hacer tortilla de patata, o al de la tienda que vende de casi todo en horario kingsize pasando por el que cierra tarde y tiene pan y leche, como enemigos. Si lo fueran, no andarían tan afanosos en sus cosas.

Nos venderían pinturas que explotasen o librillos de papel de fumar con veneno. Han llegado tan lejos con su tecnología que sus botones nos grabarían y describirían la filiación completa para espiarnos. Nada de eso. Nos llevamos bien con los chinos, siempre tan formales, siempre tan inescrutables. Tanto ellos como nosotros somos meras víctimas colaterales. La batalla por la hegemonía se juega en otras canchas. La guerra de las etiquetas made in China ya la han ganado con goleada. Las otras peleas de los dos gallos del corral nos exceden por elevación.

En definitiva, cuando íbamos a comprar por precio, hacíamos más rico al segundo país más grande del mundo, pero no importaba si nos habíamos ahorrado unos eurillos.

Cuando empezamos a rechazar lo nacional nos cambió la idea de lo propio y hemos quedado expuestos a sentirnos extranjeros en nuestra propia casa. Ojalá, todo quede en simple estrategia y podamos comer cocina japonesa hecha por cocineros chinos, mis queridos hermanos Kiu.

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