Los guardarraíles de la democracia

La tolerancia mutua es la disposición colectiva de los políticos a acordar no estar de acuerdo

Con este título, podemos leer un capítulo del interesante libro escrito por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, politólogos de la Universidad de Harvard titulado Cómo mueren las democracias (2018). Si partimos del símil de que la democracia es un tren que no debe descarrilar, la idea central de dicho capítulo es que, para evitarlo, la sociedad debe mantener todo un conjunto de sólidas normas democráticas que, aunque no figuren en el texto de una Constitución, sean «ampliamente conocidas y respetadas» para evitar que «la pugna política cotidiana desemboque en un conflicto donde todo vale». En este sentido, Letitsky y Ziblatt señalan dos normas que resultan básicas pues, ambas, «se apuntalan mutuamente», cual son la tolerancia mutua y la contención institucional.

La tolerancia mutua entre adversarios políticos parte del supuesto de que «siempre que nuestros adversarios acaten las reglas constitucionales, aceptamos que tienen el mismo derecho a existir, competir por el poder y gobernar que nosotros». Por ello, la tolerancia mutua es la disposición colectiva de los políticos a acordar no estar de acuerdo, a considerarse como contrincantes, que no enemigos, algo que hay que evitar de todos los modos posibles, pues «cuando los partidos rivales se convierten en enemigos, la competición política deriva en una guerra y nuestras instituciones se transforman en armas» y, por ello, como señalan dichos autores, el resultado es «un sistema que se halla siempre al borde del precipicio».

En cuanto a la otra norma básica, la contención institucional, se basa en la voluntad de «evitar realizar acciones que, si bien respetan la ley escrita, vulneran a todas luces su espíritu» y, por ello, significa una renuncia expresa al empleo de trucos sucios y a tácticas brutales mediante las cuales intentar lograr un determinado rédito político o electoral. En este sentido, se incluiría el rechazo a las tácticas de filibusterismo político como forma de bloquear la aprobación de determinadas leyes. Para ello, se precisa de dosis de cortesía que evite los ataques personales y moderación en el uso del poder personal con el fin de no generar un antagonismo manifiesto en la vida política.

De no existir estos dos guardarraíles políticos, se entraría en lo que el politólogo Eric Nelson definía como «un ciclo de extremismo constitucional creciente», como ocurrió en la crispación política vivida en Chile y alentada por la derecha extrema tras la victoria electoral de la Unidad Popular en 1970 y que culminó con el golpe de Estado del general Pinochet el 11 de septiembre de 1973. Y es que la «polarización» puede despedazar las normas democráticas ya que genera una percepción de «amenaza mutua» entre las fuerzas políticas confrontadas, lo cual dinamita la convivencia, tanto institucional como social, y alienta el auge de los grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas. Por ello, es importante tener presentes los planteamientos de Martin Van Buren, para sustituir la política de enfrentamiento total por la tolerancia mutua, pues, como decía George Washington, modelo de contención presidencial, «el poder se conseguía mostrando disposición a ceder».

Pero no siempre fue así. Tomando el modelo de los Estados Unidos, hay que recordar el periodo de los negros años del MacCartismo, ejemplo patente de un auténtico asalto a la democracia norteamericana por su visceral campaña anticomunista en los años más intensos de la Guerra Fría. Y es que, «conforme los guardarraíles de la democracia se debilitan, nos volvemos más vulnerables a los líderes antidemocráticos». Además, cuando se erosionan estas normas de contención, los partidos empiezan a comportarse como partidos políticos antisistema y el síndrome de la polarización política, se extiende incrementando «una honda hostilidad» entre los partidos y se agudizan las diferencias ideológicas. Un ejemplo evidente, y reciente, de este descarrilamiento democrático tuvo lugar en Estados Unidos durante la presidencia de Donald Trump (2016-2020), una amenaza que vuelve a vislumbrarse, de nuevo en el horizonte político norteamericano con sus consecuencias fatales en el conjunto de las relaciones políticas internacionales.

Trump vuelve a lanzar de nuevo todo su arsenal antidemocrático para volver a ocupar la Casa Blanca: ataques viscerales a sus adversarios políticos, dudar de la legitimidad e imparcialidad del Poder Judicial, cuestionar los resultados electorales, uso de la mentira de forma sistemática, falta de civismo político y absoluto desprecio por la prensa libre e independiente. Trump ha vuelto, con todo ello, a enfangar el tablero político y no parece preocuparle que la democracia, en Estados Unidos, o en cualquier otro país, descarrile, toda una caja de Pandora que los admiradores del trumpismo, bien sean el bolsonarismo en Brasil o Vox en España, que se ha hartado de calificar de «ilegítimo» al actual Gobierno de coalición progresista, no dudan en poner en práctica siempre que tienen ocasión. Hemos de estar alerta, porque, como nos advierten Levitsky y Ziblatt, y tal y como estos días comprobamos con las protestas cívicas y las masivas movilizaciones ciudadanas contra las medidas reaccionarias y antidemocráticas que intenta implantar el gobierno de Benjamin Netanyahu en Israel, «ningún dirigente político por sí solo puede poner fin a la democracia, y tampoco ningún líder político puede rescatarla sin la ciudadanía. La democracia es un asunto compartido. Su destino depende de todos nosotros».

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