Libros

Olga Bernad

Olga Bernad

En medio del calendario, entre días dedicados al orgasmo femenino, a Nuestra Señora de los Milagros, a las croquetas y a la tortilla de patata (todas ellas cosas celebrables y esplendorosas) seguimos festejando el Día del Libro cada 23 de abril, en el mes más literario y cruel, si hemos de hacer caso a Eliot. A mí me encanta celebrar aquello que me gusta. Y por gustarme, me gustan todos los gatos, muchas personas, casi todos los desiertos y el mar, que es siempre el mismo. También me gustan los libros y, curiosamente, acabo considerándolos gatos, personas, desiertos y mares.

Algunos son distantes como gatos, diosecitos antiguos que viven entre nosotros y se dejan acariciar solo cuando quieren, tal vez solo cuando deciden que lo merecemos según su misteriosa manera de juzgar. Otros son un desierto, con su árida autenticidad y su profunda calma y esa llanura inmensa que nos permite ver el cielo sobre ellos. Otros son como el mar: jamás voy a cansarme de mirarlos. Solo algunos son personas. Con su grandeza y su miseria a cuestas, son los únicos con los que he podido hablar. Es cierto que muchos acaban siendo nada, quizá un suspiro de tedio más o menos amable o una odiosa respiración a la espalda del desamor, como todas aquellas personas a las que debemos olvidar, pero unos pocos son también mar y son desierto, tienen la humanidad y la animalidad de lo que está vivo, el misterio delicado de los símbolos y la contundencia de lo real, son todo eso y mucho más, y no han encontrado aún su exacto sitio en mi clasificación intuitiva que, al fin y al cabo, solo habla de mi empobrecida manera de entenderlos. Espero sobre todo a estos últimos. No sé si esperar es ya una forma de búsqueda ni si en ellos encontraré algo mío o algo tan ajeno que leerlos será como quitarme una venda de los ojos. Uno nunca sabe, pero quiere.

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