CON LA VENIA

¿Política? No, gracias

Es difícil definir el marco vital en el que se coloca al servidor público, al menos a las personas decentes

Juan Alberto Belloch

Juan Alberto Belloch

Hace ya muchos años, a principios de mi tercera legislatura como alcalde de Zaragoza, pude comprobar el lento pero inexorable desprestigio de la política y, por tanto, de sus integrantes. El ayuntamiento se encontraba en una situación delicada por el enorme esfuerzo económico que tuvo que realizar para abordar el problema de la deuda que, si bien no era preocupante, hacía conveniente reforzar el equipo de gobierno, especialmente en el área financiera.

Para gestionar de manera equilibrada los recursos municipales necesitábamos una persona que reuniera conocimientos técnicos sobresalientes, una cierta experiencia política y demostrada capacidad de gestión.

Con el entonces Consejero de Economía y Hacienda, Fernando Gimeno, repasamos los posibles candidatos para el cargo. Y sólo encontramos tres que podían tener un bagaje suficiente para afrontar la tarea. Me entrevisté personalmente con cada uno de ellos, y los tres coincidieron en la respuesta, con extraordinaria amabilidad. «Es un honor pero no, gracias». Fueron distintos y variados los argumentos alegados. Alguno justificó su decisión en la imposibilidad de aceptar económicamente las condiciones, ya que cobraban el doble de la cantidad que se le podía ofrecer desde el ayuntamiento. Tengo para mí que ese factor económico, aunque importante, no fue la principal razón de su rechazo. En otros tiempos, cuando la política no estaba desprestigiada, cualquier persona interesada en la cosa pública hubiera aceptado con verdadero orgullo el cargo ofrecido.

Cuando Felipe González me ofreció el cargo de ministro de Justicia no se me ocurrió rechazarlo y eso que era un puesto mal remunerado. De hecho, era el sueldo más bajo que había percibido desde mi época de presidente de la Audiencia Provincial de Bilbao, pero lo habría aceptado aunque fuera gratis y, además, tuviera que invertir mis ahorros.

Más importancia tiene para una persona honorable verse sometido todos los días a una descalificación dilatada, hiriente en lo personal y dolorosa para su entorno familiar. Es difícil definir el marco vital en el que se coloca al servidor público, al menos a las personas decentes, en el ejercicio de sus funciones, al encontrarse con el desprestigio reciente de la clase política y, en general, de la cosa pública.

El cargo político había dejado de ofrecer compensación de clase alguna, un fenómeno relativamente nuevo. Hasta entonces, daba igual ser ministro o consejero autonómico o cualquier otro cargo político, porque participar en la política era un privilegio personal y social que el dinero no podía comprar ni vender. El único antídoto era, y se fue reduciendo, trabajar por objetivos concretos y entendibles, no dejarse guiar por los medios de comunicación que, en pequeñas dosis son saludables pero que, en consumos excesivos, pueden torcer el rumbo de las decisiones, e incluso impedirlas.

Los que nos hemos pasado la vida predicando nuestro evangelio progresista nos encontramos con otra crisis, aún más profunda, que es la crisis de la socialdemocracia, que malvive en el clima general de desprestigio de la política. La socialdemocracia, que llegó a considerarse la única alternativa del feroz capitalismo, tiene en el tiempo presente poco que decir, poco que aportar. Desde su inicial posición privilegiada se ha ido deteriorando hasta el punto de que la única cuestión a debate, en muchos casos, se reduce a precisar si estamos en un bache temporal o si estamos ante un declive definitivo. La paradoja estriba en que coexisten el desconcierto y la incertidumbre por un lado y, por otro, la ilusión y las expectativas de futuro que determinaron su auge y desarrollo en el pasado. Se está produciendo la abrumadora hegemonía de un presente que, a través del continuo bombardeo de noticias en tiempo real, ha eliminado toda visibilidad del largo plazo y reducido al mínimo el espacio intelectual necesario para realizar un verdadero debate. El porvenir no cotiza, pues ofrece mayor incertidumbre que expectativas por lo que se va imponiendo una única respuesta: «Surfear» a lomos del olvido las olas del pasado, lo que garantiza infaliblemente que se deje de creer en el futuro convertido ya en una construcción psicológica colectiva. Formamos parte de un escenario histórico en el que debemos elegir un tipo de valores que ayuden a fomentar la convivencia. Las viejas ideologías tradicionales, si quieren recuperar su influencia, deben comenzar por reconocer los profundos e inexorables cambios sociales y económicos que se van produciendo en el tiempo actual. Y, al mismo tiempo, sostener sin recelos ni complejos, el legado «socialista» en su aportación incuestionable en bienestar social. Sanidad, educación, servicios sociales pero asumiendo, además, los valores encarnados en el verdadero liberalismo político: la persona, el ciudadano, por encima del colectivo. Una condición previa es desterrar de nuestra vida cotidiana la nostalgia del tiempo pasado. Desde esos parámetros podemos empezar a imaginar un verdadero debate democrático. El medio para recuperar algún día el prestigio perdido de la política.